Leocadia de Figueroa no heredó un título nobiliario, ni nació entre encajes y privilegios. Pero eso no la ha detenido. Con una mirada calculadora y una ambición sin límites, ha pasado de ser una “aliada temporal” a convertirse en la auténtica mano que mece la cuna del marquesado de Luján. En La Promesa, los títulos ya no mandan: ahora, el poder lo ostenta quien sabe moverse entre sombras, y nadie lo hace mejor que ella.
Su llegada, supuestamente para ayudar en tiempos de crisis, coincidió con la caída estrepitosa de su “amiga de la infancia”, doña Cruz Izquierdo. Cuando Cruz fue encarcelada y la familia se vio al borde del colapso, Leocadia no perdió el tiempo. Supo hacerse indispensable, ocupó los espacios vacíos… y no ha soltado el control desde entonces.
Al principio, su influencia era sutil: palabras de consuelo, favores estratégicos, gestos amables. Pero pronto pasó a controlar el presupuesto, tomar decisiones sin consultar al marqués y, lo más delicado, atar económicamente a Manuel con una trampa silenciosa. Le prestó 15.000 pesetas para su empresa de aviación… y se quedó con el 60% de las acciones. Lo que parecía un gesto de cariño era en realidad una jugada maestra para controlar el futuro del hijo del marqués. Y lo peor: Alonso, el patriarca, no tenía ni idea.
Don Alonso, cegado por la lealtad mal entendida, sigue actuando como si Leocadia fuera una benefactora. Pero la realidad es que la tiene en la palma de su mano. Él le ha cedido autoridad sin darse cuenta, como si cada decisión que toma fuera filtrada por ella. Incluso los festejos por la despedida de Rómulo y Emilia fueron manipulados: fue Leocadia quien ordenó a Petra —su fiel ejecutora— recortar la asignación presupuestaria para la fiesta, sin ni siquiera consultar con el marqués. Y cuando Curro lo reveló, Alonso apenas reaccionó. El veneno de Leocadia ya circula por las venas del palacio.
Pero su poder no se limita a la nobleza. También domina el servicio, usando a Petra como su extensión entre los criados. Pía no duró ni un suspiro cuando Petra regresó. Leocadia necesita a su escudera para mantener el control absoluto: sin Petra, no puede vigilar todos los rincones. No quiere competencia, ni entre la aristocracia ni en la servidumbre. Por eso reduce a Curro al mínimo y presiona a Ángela para que regrese a Suiza, empleando una estrategia de terror psicológico con la complicidad de Lorenzo de la Mata, el capitán manipulador.
Incluso las decisiones más personales de los Luján pasan ahora por su filtro. Desde la administración del dinero hasta las fiestas familiares, todo debe contar con el “beneplácito” de Leocadia. Y lo más alarmante: nadie parece atreverse a enfrentarse a ella. El marqués guarda silencio, los hijos actúan con resignación y Petra ejecuta sin cuestionar. Es la reina sin corona de La Promesa.
Pero sus planes van más allá. En una conversación secreta con Lisandro, Leocadia reveló su verdadero objetivo: “Los traje para tensar más la cuerda con esta familia. Quiero verlos sufrir”. Una declaración de intenciones escalofriante. Ya no es solo una mujer que busca poder; es alguien que se alimenta del sufrimiento ajeno.
La tensión está al límite. Sabemos que esta clase de control absoluto no puede durar para siempre. Tarde o temprano, alguien se rebelará. ¿Será Curro, cansado de ser desplazado? ¿Será Ángela, al borde de la huida? ¿O quizás Alonso, cuando finalmente despierte y descubra que su marquesado ha sido tomado desde dentro?
La Promesa ya no es el refugio que solía ser. Bajo la fachada de normalidad, Leocadia teje su telaraña, una red invisible pero asfixiante. Ella no necesita un título para reinar: ya lo hace. ¿Pero cuánto tiempo más podrá mantener su trono construido sobre secretos, manipulación y miedo?
Una guerra silenciosa se está gestando en el palacio. Cuando estalle, no habrá rincón que no tiemble. Y entonces, quizás, por fin sabremos si Leocadia caerá… o si, como tantas veces, será ella quien vuelva a ganar.
¿Leocadia caerá o seguirá dominando en las sombras? No te pierdas los próximos episodios de La Promesa. Cada decisión cuenta. Cada silencio es cómplice. Cada mirada… un posible levantamiento.