La tensión en la casa de los Reina es casi insoportable desde las primeras horas de la mañana. El silencio pesa como una losa, y el aire parece cortarse con un cuchillo. Andrés, con el rostro desencajado y los ojos cargados de preocupación, recorre la casa con pasos nerviosos hasta encontrar a Begoña sola en la sala, sumida en sus pensamientos. Se acerca a ella con ternura, su voz cargada de inquietud: “¿Cómo estás? Esta mañana no bajaste a desayunar. No pude dejar de pensar en ti”.

Begoña apenas logra esbozar una sonrisa débil. Su mirada apagada y su voz temblorosa lo dicen todo: “No he podido dormir. Todo esto me supera”. Andrés, herido al verla así, se sienta a su lado. Ambos comparten miradas llenas de impotencia, rabia y un dolor mudo que no necesita palabras. “No entiendo cómo el tribunal pudo negar la nulidad matrimonial”, murmura Andrés con amargura, reviviendo cada injusticia sufrida.

Begoña baja la cabeza, luchando por contener las lágrimas. “Quizá fuimos ingenuos creyendo que la justicia nos apoyaría”, responde, su voz quebrada por la decepción. Andrés, consumido por la frustración, aprieta los puños. No quiere rendirse. De repente, una idea desesperada cruza su mente: hacer públicas todas las atrocidades de María, exponer su verdadera naturaleza ante el mundo. Pero Begoña, conocedora del veneno que María lleva dentro, le suplica que no lo haga. “Sería demasiado peligroso. María no tiene límites”, advierte con un estremecimiento.

En medio de esa angustia, Begoña toma una decisión devastadora: debe marcharse. No puede seguir viviendo entre esas paredes cargadas de recuerdos dolorosos y traiciones. Su dignidad y su paz interior están en juego.

Mientras tanto, en otro rincón del pueblo, Luz enfrenta su propio calvario. Abatida por la culpa, se presenta ante Damián en el dispensario. Él la recibe con firmeza, pero también con comprensión. “No voy a despedirte ni a denunciarte, pero debes regularizar tu situación. No puedes seguir ejerciendo sin un título válido”, le dice. Luz siente que el mundo se le viene abajo, pero Damián, viendo más allá de sus errores, le ofrece una segunda oportunidad: podrá presentarse a un examen extraordinario gracias a un contacto que confía en ella. Aunque Luz duda de sí misma, Damián la anima con una convicción que la conmueve: “Has salvado más vidas que muchos médicos titulados. Ahora lucha también por ti”.

De vuelta en la casa de los Reina, la situación alcanza un punto de quiebre. Andrés, incapaz de soportar la frialdad de María, la enfrenta con todo el dolor acumulado: “¿Cómo puedes actuar como si nada hubiera pasado? ¿No ves el daño que has causado?”. Pero María, imperturbable, le responde con una frialdad escalofriante: “Esto es un nuevo comienzo. Cada quien debe hacerse cargo de sus decisiones”. Para ella, el sufrimiento ajeno no tiene peso.

Cuando Andrés menciona a Julia, el desprecio en los ojos de María es inmediato. No siente afecto alguno por la pequeña, y no duda en dejarlo claro. Andrés, herido hasta el alma, le grita con rabia: “Julia es más familia para mí que tú jamás serás”.

Y entonces llega el momento más desgarrador de todos. Begoña, con el alma rota y las maletas listas, se despide de cada rincón de la casa, de cada sueño que alguna vez construyó allí. Andrés corre tras ella, desesperado, sus ojos anegados de lágrimas: “No te vayas. No me dejes solo en esta lucha”, le ruega. Pero Begoña, sabiendo que quedarse solo prolongaría su sufrimiento, le responde en un susurro: “Necesito recuperar mi dignidad. No puedo seguir siendo prisionera aquí”.

Justo en ese instante, Julia aparece. Al ver las maletas, comprende la amarga verdad y corre hacia Begoña, abrazándola con fuerza mientras rompe en llanto: “No te vayas, prometiste que siempre estaríamos juntas”. Begoña, desgarrada, la abraza con todo su amor y, entre sollozos, le promete: “Siempre estaré contigo, aunque no viva aquí”. Sus palabras, bañadas en dolor, son un intento desesperado por calmar el llanto desconsolado de la niña.

Desde el descanso de la escalera, María observa toda la escena. Inmóvil, insensible, su rostro no muestra ni una pizca de compasión. No mueve un solo dedo para aliviar el dolor que ella misma ha causado. Andrés la mira con odio contenido, mientras ve cómo todo lo que ama se desmorona frente a él.

Begoña, finalmente, cruza la puerta de la casa Reina. Deja atrás no solo a Andrés y a Julia, sino también los sueños rotos, las promesas incumplidas y una familia que se desangra en silencio. La casa queda sumida en un vacío abrumador, eco de la tristeza que inunda cada rincón.

El capítulo 300 de Sueños de Libertad marca un antes y un después en la historia. Las heridas abiertas en este episodio tardarán mucho en sanar, si es que alguna vez lo hacen. El amor, la dignidad y el dolor se entrelazan en una despedida que deja el corazón en un puño.

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