“Usted metió la llave en mi bolsillo.”
Las palabras de Remedios rompieron el silencio en la sala de interrogatorios como un trueno. Frente a ella, Gabriel parpadeó, por un instante, sin poder ocultar su nerviosismo. El velo finalmente caía.

La escena comienza con una visita aparentemente esperanzadora. Gabriel llega a la comisaría donde Remedios está detenida. Su rostro refleja una mezcla de angustia y alivio. Ella se aferra a la posibilidad de que él sea su salvación, insistiendo en su inocencia. Asegura no haber robado ningún perfume ni haber manipulado ninguna fórmula. Todo es una mentira.

Gabriel la escucha con atención… al principio. Le dice que sí, que le cree, y la invita a sentarse, adoptando un tono comprensivo. Pero lo que parecía una visita de consuelo se transforma pronto en una emboscada emocional. Frío, calculador, le suelta la verdad: “sacarte de aquí es casi imposible”. El juez sólo sigue las pruebas, y todas apuntan a ella.

Cuando Gabriel le pregunta si confía en él, Remedios responde que sí. Y entonces llega la puñalada: debería declararse culpable. Remedios queda paralizada. No puede creer lo que oye. ¿Confesar un crimen que no cometió? ¿Jurar en falso?

Gabriel no retrocede. La mira fijamente, sin una pizca de compasión, y le dice que es la mejor opción. Lo que viene a continuación desgarra cualquier resto de esperanza. La amenaza directamente. Le dice que si no coopera, la Guardia Civil podría hacerla confesar por la fuerza.

Remedios, cada vez más desesperada, llora. Habla del dolor que esto le causa a su familia, la vergüenza, la impotencia. Y entonces, Gabriel saca las supuestas pruebas. Una llave del laboratorio encontrada en su abrigo. Sus viajes a Francia. Ella insiste: alguien le plantó esa llave. Pero Gabriel es tajante: no puedes probarlo.

Y en medio de esa oscuridad, una chispa de memoria se enciende. Remedios lo recuerda todo. El momento exacto. Acusa a Gabriel. “Usted metió la llave en mi bolsillo.” Lo repite. Él intenta callarla, ordenar a los guardias que se marchen, cerrar la puerta. Pero ya no hay vuelta atrás.

Se acabó la fachada.

Gabriel, sin máscara, se revela. Le ordena que se siente. La amenaza abiertamente. Le dice que no tiene idea del poder que él maneja. Que puede arruinarla. A ella y a su hija. Que su hija en París podría ser arrestada… o peor aún. Una insinuación helada. Una promesa de destrucción.

Remedios, con el corazón en un puño, suplica. Le ruega que no toque a su hija. Y Gabriel le devuelve la mirada, imperturbable: “Entonces haz lo que te digo.”

Este capítulo muestra a Gabriel como un maestro del chantaje, un hombre sin límites morales, dispuesto a todo por salirse con la suya. Pero también nos deja con una pregunta imposible:

¿Qué harías tú si decir la verdad pusiera en riesgo a quien más amas?