En el comedor de la fábrica, la tensión se corta con cuchillo. Raúl entra con la esperanza de integrarse, pero lo que encuentra es el rechazo más frío. Pregunta si una de las mesas está libre, y aunque no hay nadie sentado, un mecánico le responde con tono tajante: “Está ocupado, lo estamos esperando”. La respuesta no deja lugar a dudas: no es bienvenido. La incomodidad se hace evidente en su rostro, y con el orgullo herido, Raúl decide no forzar la situación.
Se dirige entonces hacia Gaspar, buscando algo de consuelo o, al menos, una conversación neutral. Gaspar, con buena intención, le pregunta si no se va a sentar con los demás, intentando entender la situación. Raúl, con amarga resignación, responde que parece que no ha sentado muy bien que lo hayan contratado “por enchufe”. Admite que su llegada a la fábrica no ha sido precisamente celebrada y deja caer una frase cargada de tristeza: “Parece que lo de hacer amigos aquí se cobra caro”. Una sentencia que muestra el peso de la soledad y el estigma de haber entrado por recomendación, sin haber ganado su sitio con sudor, al menos según la percepción de sus compañeros.
Gaspar intenta suavizar el ambiente ofreciéndole una cerveza, pero Raúl la rechaza cortésmente. “Prefiero venir cuando no estén”, le dice, dejando claro que prefiere aislarse antes que seguir recibiendo miradas de desprecio. Se levanta y se aleja, dejando tras de sí un aire de derrota, como si entendiera que en ese entorno, su presencia no solo es incómoda, sino indeseada.
Este breve pero potente momento revela mucho más que un simple malentendido entre trabajadores. Habla de jerarquías invisibles, de resentimientos soterrados y de cómo las apariencias y los prejuicios pueden convertirse en una barrera impenetrable. Raúl, a pesar de sus esfuerzos, está marcado. Y aunque Gaspar intenta tenderle una mano, incluso ese gesto de camaradería no es suficiente para suavizar el dolor de saberse excluido.
Mientras tanto, este ambiente de hostilidad en la fábrica contrasta brutalmente con las emociones que se viven en otras partes del episodio, especialmente en lo referente a Marta y Fina, que también están atravesando un momento de quiebre emocional. Dos personajes —Raúl y Marta— que, aunque en mundos distintos, están unidos por una misma sensación: no encajar, no ser comprendidos, no poder seguir fingiendo.
La escena de Raúl, aparentemente menor, resuena con fuerza porque habla del rechazo cotidiano, de ese que no se grita pero se siente en las miradas, en los silencios, en las sillas que no te ofrecen. Y en ese “¿No te sientas con ellos, verdad?”, Gaspar, sin saberlo, articula el dolor de un personaje que está siendo juzgado no por quién es, sino por cómo llegó.
¿Logrará Raúl ganarse un lugar en ese entorno que lo ha recibido con cuchillos afilados? ¿Podrá Marta liberarse de las apariencias para vivir su verdad con Fina? En Sueños de libertad, las luchas por pertenecer —al amor, al trabajo, a una comunidad— se libran todos los días, en cada rincón. Y este capítulo, con su silencio y su incomodidad, lo deja más claro que nunca.