La calma apenas duró unos instantes en el palacio de La Promesa, porque lo que parecía una jornada solemne tras el bautizo, se convierte rápidamente en una auténtica pesadilla. Todo comienza con Catalina, arrastrando desde hace tiempo un peso que ya no puede sostener. Cansada de ocultarse tras una mentira, toma la decisión de abrirle su corazón a Adriano en uno de los momentos más vulnerables y verdaderos que haya vivido.
Catalina, en un acto de valentía y con voz entrecortada, le confiesa a Adriano que fingió su enfermedad. Toda su aparente fragilidad había sido una farsa, una mentira piadosa ideada para prolongar la estancia de Emilia en el palacio. Al principio, Adriano se queda sin palabras. Para él, la salud de Catalina era intocable, su bienestar una prioridad absoluta. No puede creer que lo haya engañado de ese modo… ¿Acaso hay algo más detrás? ¿Un motivo oculto?
Pero la mirada sincera de Catalina lo desarma. Ella no lo hizo solo por Emilia, sino también por Rómulo. Cree, con firmeza, que esa historia inconclusa entre ellos merece una segunda oportunidad. Y si una mentira puede abrir la puerta a un amor que parecía olvidado, entonces tal vez no haya sido tan grave. Adriano, conmovido por la transparencia y el dolor en las palabras de Catalina, decide perdonarla. En lugar de juicio, le ofrece comprensión. En lugar de ira, ternura.
Y no se equivoca. Porque cuando Rómulo descubre que Emilia no abandonará el palacio, su rostro, siempre imperturbable, se suaviza. Una sonrisa apenas perceptible se dibuja en sus labios, y sus ojos vuelven a brillar como hacía tiempo no lo hacían. Esa pequeña mentira de Catalina comienza a generar cambios que alcanzan corazones que estaban adormecidos.
Pero justo cuando parece que el amor y la esperanza regresan a La Promesa, un giro brutal sacude cada rincón del palacio. Catalina, paseando por los pasillos, escucha unos susurros inquietantes en el cuarto de los niños. Al entrar, se encuentra con una escena que hiela la sangre: Eugenia, sola con el bebé Andrés y otros niños pequeños, tiene una mirada extraviada y una sonrisa que no le pertenece. Es una expresión que Catalina conoce demasiado bien. Recuerdos de episodios oscuros en la salud mental de Eugenia invaden su mente como relámpagos.
Con el corazón desbocado, llama a Curro y le exige que su madre sea apartada inmediatamente de los niños. Ya no se trata de una cuestión familiar: es una emergencia. Curro llega corriendo, desesperado. Intenta razonar con Eugenia, pero sus palabras son incoherentes, sus gestos erráticos. Algo en ella se ha quebrado… o peor aún, ha sido manipulado. Porque detrás de este nuevo episodio se vislumbra la sombra de Leocadia, que sigue ejerciendo un control sutil pero perverso sobre la mente de Eugenia. La manipula como una marioneta, debilitando su conexión con la realidad.
En medio de este caos emocional, llega otro golpe devastador: Alonso informa a Catalina de que el padre Samuel ha sido excomulgado y no podrá oficiar el bautizo. Catalina siente que todo se derrumba. Había imaginado ese momento como una bendición sagrada para sus hijos, y ahora el sueño se desvanece. Pero el verdadero infierno todavía no ha comenzado.
Porque al regresar a sus habitaciones, Adriano y Catalina encuentran la cuna del pequeño Andrés vacía. El bebé ha desaparecido.
Un silencio espeso se apodera del ambiente. Las miradas se cruzan con el mismo pánico reflejado en los ojos. La desesperación no tarda en apoderarse de todos. ¿Dónde está Andrés? ¿Quién lo ha tomado? ¿Fue un descuido? ¿O algo peor? La salud mental de Eugenia, la presencia constante de Leocadia y el caos reinante hacen que todas las hipótesis sean posibles… incluso las más temidas.
El palacio entra en estado de alerta. La desaparición del bebé pone en jaque todos los equilibrios. Los criados corren de un lado a otro, revisando cada rincón. La nobleza, hasta entonces tan preocupada por las apariencias, se desmorona ante el miedo más puro: la vida de un inocente está en peligro. Las miradas apuntan en todas direcciones, pero nadie tiene respuestas. Solo miedo.
Mientras tanto, Petra enfrenta las consecuencias del escándalo del padre Samuel. Muchos sospechan que ella tuvo algo que ver en su excomunión. Como siempre, Petra niega con frialdad, asegurando que no tuvo nada que ver con las denuncias ante la Iglesia. Finge inocencia, mantiene la compostura, pero pocos le creen. María Fernández, entre otras, ve detrás de sus palabras la sombra de una hipocresía ya conocida.
Y entonces, un acto desconcertante: el propio padre Samuel decide defender a Petra. A pesar de todo, el sacerdote, compasivo y noble, cree en la posibilidad de que Petra no haya sido la responsable. Se aferra a su fe en la bondad de las personas. La defiende con sinceridad, sin saber que este gesto podría ser visto por muchos como un grave error de juicio.
La defensa de Petra por parte de Samuel genera reacciones encontradas. Algunos lo ven como un sacerdote bondadoso que ofrece una segunda oportunidad. Otros lo consideran ingenuo, incluso ciego ante la verdad. Pero más allá de las percepciones, la situación genera un nuevo desbalance en el ya inestable ambiente del palacio.
Porque mientras Samuel confía, el resto desconfía. Y mientras unos buscan consuelo, otros buscan respuestas. Pero nada calma el temor de fondo: el bebé Andrés ha desaparecido, y cada segundo que pasa es una puñalada más en el corazón de los habitantes de La Promesa.
¿Fue Eugenia? ¿Fue Leocadia? ¿O acaso alguien más aprovechó el caos para perpetrar un acto atroz?
Lo que sí es seguro es que La Promesa se enfrenta a su momento más oscuro. Ya no se trata de amor ni de orgullo, ni siquiera de apariencias. Se trata de salvar una vida.
Y esta vez, ni la fe, ni las mentiras piadosas, ni las segundas oportunidades pueden esconder el miedo.
El reloj corre… y el bebé sigue desaparecido.