Una tormenta emocional se cierne sobre La Promesa, cuando los hilos del pasado y las sospechas del presente se entrelazan en un capítulo cargado de tensión, revelaciones y decisiones que podrían cambiarlo todo.
En medio de una aparente calma, María Fernández sigue sintiendo una punzada de desconfianza hacia Petra. A pesar de los intentos de la mujer por mostrarse colaboradora, atenta y cariñosa —especialmente con Alicia en el refugio—, María no logra creer en esa transformación. Ni las súplicas de Candela ni las palabras conciliadoras de Simona la hacen retroceder en su juicio. María está convencida de que Petra oculta algo, que su nuevo comportamiento es solo una máscara para un plan aún más oscuro.
Pero esta obstinación empieza a generar tensiones. Samuel, testigo del esfuerzo de Petra por reconstruirse, decide enfrentar a María. En una conversación sincera y directa, el sacerdote le recuerda los pilares de la fe que ambos comparten: el perdón, la redención y la segunda oportunidad. Le habla con el corazón, asegurándole que ha visto el cambio real en Petra, y que no darle una oportunidad solo prolonga el dolor de todos. Samuel le lanza una verdad difícil: la resistencia de María no solo perjudica a Petra, sino también a su propio crecimiento espiritual y emocional.
Las palabras del sacerdote golpean con fuerza en la conciencia de María. Por primera vez, se permite pensar que quizás Petra sí está cambiando, que su acercamiento a Alicia y su actitud humilde podrían ser sinceros. Este giro emocional la deja confundida, justo cuando la promesa se ve sacudida por un acontecimiento inesperado: Eugenia ha desaparecido.
Sin avisar a nadie, sin una nota, sin una señal, Eugenia sube al carruaje y parte hacia un destino que desconcierta a todos: la prisión donde está recluida Cruz. Su partida es silenciosa pero cargada de un propósito firme. Durante años, ha guardado silencio, ha reprimido sus sentimientos, ha vivido con el peso de secretos inconfesables. Pero ya no más. La culpa y la necesidad de enfrentarse con su propia historia la arrastran hacia ese encuentro inevitable con la mujer que fue su aliada, su enemiga, su espejo.
Cuando en el palacio se descubre su ausencia, el impacto es total. Leocadia, siempre alerta, comprende de inmediato hacia dónde se ha dirigido y teme las consecuencias de esa visita. Mientras tanto, Alonso y Martina se sumen en una profunda preocupación, especialmente porque el duque Lisandro sigue hospedado en la finca y su presencia representa un riesgo creciente.
En medio de este torbellino, un regreso inesperado sacude los cimientos del hogar: Toño, el hijo de Simona, vuelve. Su presencia desconcierta y emociona. Simona lo mira con una mezcla de alegría contenida y temor. Pero algo ha cambiado en él. En sus ojos se refleja una nueva madurez, una humildad desconocida, una gratitud sincera hacia Manuel, a quien considera ahora un referente. Manuel ha creído en él, y Toño quiere demostrar que vale la pena esa confianza.
Simona empieza a ver en su hijo no solo a aquel muchacho impulsivo y problemático del pasado, sino a un joven que lucha por redimirse. Este regreso no es solo físico: es emocional, espiritual. Toño está reconstruyéndose, paso a paso, y por primera vez, Simona se permite pensar que tal vez, solo tal vez, su hijo no vuelva a defraudarla.
Pero mientras algunas relaciones se curan, otras comienzan a tensarse peligrosamente. Martina, en particular, siente una amenaza cada vez más intensa con la presencia de Lisandro. Él no actúa como un simple invitado: se comporta como alguien que desea recuperar poder, manipular, imponer. Sus miradas inquisitivas, sus comentarios cargados de dobles sentidos, la convencen de que sabe demasiado.
Martina empieza a sospechar que alguien dentro del palacio está traicionándolos, filtrando información al duque. Esta idea prende una chispa de paranoia que se convierte en una búsqueda silenciosa pero feroz. Mira a todos con recelo. Incluso empieza a dudar de las personas más cercanas. Para ella, esto no es una mera visita de cortesía: es una amenaza directa al nuevo orden que intenta construir con Adriano. Una amenaza que también pone en juego la autoridad de Alonso y la estabilidad emocional de su familia.
Mientras Martina se consume entre sospechas y decisiones difíciles, Curro y Lope continúan una investigación silenciosa que los lleva a encontrarse con Esmeralda, una figura enigmática vinculada al pasado de los Luján. Ella les entrega unas joyas de valor incalculable, pero también palabras llenas de simbolismo y misterio. No todo lo que sabe lo dice, pero insinúa que los secretos de la Promesa son mucho más oscuros y profundos de lo que nadie imagina.
Lope y Curro se marchan confundidos. Las joyas en sus manos pesan como piedras, no por su valor material, sino por las preguntas que arrastran. De regreso al palacio, en su afán por encontrar más pistas, descubren un armario antiguo olvidado. Lo que hallan en su interior los deja sin aliento: un arma cubierta de polvo, que nadie reconoce, que no está registrada, que no pertenece a ningún miembro de la casa. Su mera existencia sugiere que algo terrible podría estar gestándose en la sombra.
Mientras tanto, Eugenia llega finalmente a la prisión. Frente a Cruz, no hay odio, ni rabia. Solo una necesidad imperiosa de cerrar heridas, de enfrentar el pasado, de encontrar una paz que le ha sido esquiva durante años. Su presencia en esa celda representa mucho más que una visita: es un acto de valentía, un intento de reconciliación o de justicia, y también un recordatorio de que las cuentas del pasado nunca quedan del todo saldadas.
En La Promesa, todo se mueve bajo la superficie. Las viejas heridas se abren. Las alianzas tambalean. Las verdades se asoman entre sombras. Y esta vez, la decisión de Eugenia podría ser la chispa que incendie todo lo que aún queda en pie.