El capítulo 350 de Sueños de libertad nos sumerge en uno de los momentos más desgarradores entre Cristina y Beltrán. Una escena que, bajo la aparente calma del invernadero, destapa un torbellino de emociones, mentiras confesadas y una traición que marca un antes y un después en su relación. El “jardín de la vida” se convierte en el escenario de una de las conversaciones más dolorosas que han tenido hasta ahora… y quizá, la última.
Todo comienza con un gesto romántico. Beltrán aparece por sorpresa en el invernadero, impresionado por la belleza del lugar y por el talento de Cristina. Intenta reconectar con ella, la elogia por su pasión por la perfumería y propone una cena íntima y una escapada de fin de semana en Madrid. Sus palabras denotan esperanza, un intento sincero de volver a lo que tenían antes. Le dice que ella ha nacido para eso, para crear belleza, para llenar el mundo de aromas únicos. Pero no se da cuenta de que, a su alrededor, todo está a punto de quebrarse.
En un momento simbólico, Beltrán le pide a Cristina que le ayude a identificar dos plantas: lavanda y caléndula. Pero él no logra distinguirlas. Ese detalle insignificante revela más de lo que parece: su desconexión con el mundo de Cristina, con lo que la apasiona, con quien ella es de verdad.
El intento de cercanía de Beltrán se vuelve torpe. Cree que con un gesto y una tarde juntos pueden dejar atrás los problemas. “Espero que lo hayamos solucionado todo antes en la cantina”, le dice con ingenuidad. Pero Cristina, con la mirada baja, le responde con un susurro envenenado: “Eres demasiado bueno para mí”.
Beltrán se inquieta. No entiende el tono, el gesto, la evasiva. Pregunta directamente si pasa algo. Cristina intenta resistirse al peso de la verdad, pero ya no puede más. Comienza por lo más leve: no pidió permiso en el trabajo para salir con él. Pero cuando ve que Beltrán lo toma con naturalidad, se da cuenta de que no puede seguir callando. Lo mira a los ojos y le suelta la verdad como una bomba: “Me besé con otro hombre.”
El silencio que sigue es brutal.
Beltrán queda paralizado. Le cuesta asimilar lo que acaba de oír. Le pregunta si fue don Luis. Cristina, entre lágrimas, niega rápidamente y aclara que su jefe está felizmente casado. Pero entonces, el nombre surge por sí solo: Gabriel. El joven abogado de la cantina, el que la hizo reír, el que la escuchó cuando Beltrán no supo hacerlo.
Y ahí, la furia explota.
Beltrán no puede contenerse. La incredulidad se convierte en ira, en desesperación, en herida profunda. “¿Dos días fuera de casa y me la pegas?”, le lanza con desprecio. Cristina intenta explicarse, decir que fue un error, que fue un momento de debilidad, que se arrepiente de corazón… pero ya es tarde. La confianza se ha roto y el dolor de Beltrán es demasiado para ser contenido.
Él la acusa de haberse dejado llevar por halagos, por promesas fáciles, por alguien que solo estuvo allí cuando él no pudo estar. La llama “triste”, no por rabia, sino por decepción. Porque creyó en ella, en su historia juntos, en la posibilidad de un futuro… y todo se ha desmoronado.
Cristina no se defiende. No puede. Porque en el fondo sabe que cometió un error imperdonable, que lo perdió todo en ese beso impulsivo. Pero también sabe que necesitaba soltarlo, decir la verdad, porque seguir mintiendo habría sido aún peor.
La escena termina con Beltrán saliendo del invernadero, dejándola sola entre las plantas, el perfume de las flores, y la amarga certeza de que su confesión le ha costado al amor de su vida.
Este capítulo no solo refleja la caída de una relación, sino el precio de la sinceridad y las consecuencias de los actos que nacen de la soledad, del vacío y de la necesidad de sentirse visto. Cristina, por un instante, fue humana. Pero en esa humanidad también se escondía la posibilidad de herir.
Y Beltrán… se va con el corazón roto, consciente de que dos días bastaron para cambiarlo todo. ¿Habrá vuelta atrás? ¿Podrán perdonarse algún día? ¿O este beso, apenas un instante, será lo que los separe para siempre?
La libertad, a veces, también implica dejar ir.