Marta y Fina: Sueños de libertad (Capítulo 329): Estúpido Raúl, será tu último día en esta casa.

La calma en la casa de los De la Reina es solo una ilusión. Bajo la superficie elegante de sus salones, la tensión se acumula como dinamita. Y esta vez, la chispa tiene nombre y apellido: Raúl. Lo que parecía ser una tarde más en medio del clima espeso de silencios y cuidados hacia María, se convierte en un campo de batalla emocional que amenaza con hacer estallar los cimientos de la familia.

Todo comienza con un pedido aparentemente inocente. Andrés, intentando mantener el control y la rutina, le pide a Raúl que vaya a la farmacia de Toledo a recoger unos medicamentos importantes. Pero Raúl, lejos de mostrarse colaborador, responde con sarcasmo, su voz cargada de veneno contenido. Un “¿y por qué no vas tú?” apenas disfrazado. Andrés, sorprendido por el tono, lo confronta directamente: “¿Por qué me hablas así, Raúl?”. La pregunta es un disparo en seco.

Y la respuesta no tarda en llegar, tan punzante como inesperada. Raúl no esquiva, no baja la mirada. “Tú sabes perfectamente por qué”, escupe con rabia, dejando entrever que el resentimiento no es nuevo, que hay heridas antiguas que no han dejado de sangrar. Andrés, que ha soportado mucho en silencio, comienza a perder la paciencia. Sus palabras se vuelven más duras, su tono más afilado. Le advierte que no tolere más provocaciones y que si no cambia de actitud, se verá obligado a actuar. Y actuar, en su boca, suena a sentencia.

Pero Raúl no se calla. Está harto. Lo acusa, sin rodeos, de ser el culpable del estado actual de María. Lo dice con frialdad, sin vacilaciones. Le lanza en la cara que todo lo que está pasando con ella —su debilidad, su estado físico y emocional— es culpa suya. De Andrés. De su forma de controlar todo. De su ego. De su violencia, quizás. La habitación, de pronto, se vuelve irrespirable.Uploaded image

Andrés se queda inmóvil durante un segundo. Luego, el trueno. “¿Cómo te atreves?”, grita, con una furia que hiela la sangre. “¿Quién te crees que eres para decir eso?”. Su rostro enrojecido, su cuerpo tenso. Da un paso al frente. Raúl no se mueve. Lo mira directo a los ojos, desafiante. “Sé perfectamente de lo que hablo”, dice. Y ese “perfectamente” es como una daga clavada en el orgullo de Andrés.

Entonces todo se rompe.

En un arrebato de rabia contenida, Andrés lo agarra por el brazo con fuerza, al borde de la agresión física. La escena se torna violenta, explosiva. El odio acumulado durante semanas, meses, tal vez años, encuentra por fin una vía de escape. Es en ese momento, justo cuando el enfrentamiento amenaza con convertirse en una pelea a golpes, que Manuela entra en la habitación.

Ella lo ve todo en un segundo: el brazo de Andrés apretando el de Raúl, las miradas encendidas, la tensión a punto de estallar. Sin pensarlo dos veces, se interpone entre los dos. “¡Basta ya!”, grita con una mezcla de firmeza y urgencia maternal. Su presencia no es solo física: impone paz por pura fuerza moral. Andrés retrocede ligeramente, soltando a Raúl. Pero su furia sigue ahí, latiendo en su mandíbula apretada.

Manuela, tratando de apagar el fuego, intenta razonar. “Raúl no está bien, está trastornado”, dice, buscando calmar los ánimos. Habla con compasión, con esa sensibilidad que tanto la caracteriza. No justifica su actitud, pero la comprende. Sabe que no es odio lo que habla en Raúl, sino dolor. Y en esta casa, el dolor tiene muchas formas de manifestarse: en el sarcasmo, en la provocación, en la rabia ciega.

Raúl, sin embargo, no agradece la intervención. Se gira, lanza una última mirada de desprecio a Andrés, y se va, cerrando la puerta con un golpe seco. La habitación queda en un silencio tenso, cargado de preguntas sin respuesta.

Andrés se sienta, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que ha cruzado una línea. Mira sus propias manos. Tiembla. No de miedo, sino de rabia contenida. Sabe que lo que ha ocurrido no es un simple altercado. Es una grieta profunda en la familia. Es la consecuencia de años de silencios mal gestionados, de decisiones duras, de una vida entera queriendo tener el control.

Manuela se queda con él. No lo juzga, pero tampoco lo excusa. “Esto no puede volver a pasar”, dice, sin levantar la voz. Y él, por primera vez, no responde. Solo asiente con la cabeza, derrotado. La autoridad que siempre ha ejercido con firmeza, se le escapa entre los dedos. Y lo que más le duele no es haber perdido el respeto de Raúl… sino empezar a dudar de sí mismo.

Mientras tanto, en otra parte de la casa, Raúl camina por los pasillos con los ojos brillantes de furia. Ha dicho lo que llevaba tiempo guardando. Ha cruzado la línea. Y lo sabe. Pero no se arrepiente. Porque en su interior, hay una verdad que necesita ser dicha: que María no estaría como está si Andrés no fuera como es. Y esa idea, justa o no, se le ha incrustado como una piedra en el pecho.

¿Será este el fin de Raúl en la casa? ¿Cumplirá Andrés su amenaza? ¿O la familia, una vez más, barrerá los cristales rotos bajo la alfombra?

Lo único cierto es que el capítulo 329 marca un antes y un después. Ya no hay marcha atrás. La guerra silenciosa se ha declarado. Y cada palabra, cada gesto, será ahora un movimiento más en una batalla que apenas comienza.


¿Deseas que desarrolle el spoiler del próximo capítulo con esta misma intensidad emocional y tensión narrativa?

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