En la penumbra silenciosa de la casona, mientras las voces del comedor comienzan a agitarse y la cena está por servirse, una conversación en las sombras amenaza con reconfigurar el equilibrio de poder en la familia De la Reina. Pedro y María se enfrentan en un duelo verbal que no tiene nada de casual. No hay gritos, pero cada palabra es una daga; no hay lágrimas, pero el orgullo sangra.
Pedro ha buscado este momento. No quiso esperar. No quiso aplazarlo hasta la mañana siguiente. Y es que lo que está en juego no es simplemente un acuerdo económico: es el futuro mismo de su influencia, su imagen ante los accionistas, su lugar frente a Andrés… y tal vez algo más profundo que ni él mismo se atreve a reconocer.
María, por su parte, lo esperaba. Tal vez no con exactitud, pero lo intuía. En esa casa, como ella misma dice con la frialdad de quien ya no cree en certezas, no se puede dar nada por sentado. Y Pedro, que solía ser un maestro del cálculo, ha cometido un error: subestimarla.
Todo comienza con un comentario aparentemente conciliador. Pedro confiesa que le tomó por sorpresa su cambio repentino de opinión sobre la venta de las acciones, y por eso reaccionó mal. María lo mira con desdén. Le recuerda que no es la primera vez que ocurre algo así, que las cosas en ese entorno cambian de un segundo a otro. Es su manera de decirle: “no me vas a tomar por ingenua”.
Lo que Pedro no esperaba es que María no solo se defienda, sino que ataque. Lo acusa de haberla hecho creer que aceptaría su oferta, una oferta que para ella implicaba ceder, sí, pero también mostrarse generosa. Ahora, siente que él ha jugado con esa ilusión. María le exige que deje de dar vueltas y diga con claridad qué quiere de ella. Que no use excusas ni falsas cordialidades.
Pedro entonces expone sus verdaderas cartas: reconoce que María no puede vender esas acciones. No es que no quiera, es que no puede permitírselo. Porque como albacea del testamento de Julia, esas acciones son su única fuente de poder real en la familia. Si las cede, se queda sin voz. Y eso, tanto Pedro como María lo saben muy bien.
Y aunque Pedro intenta revestir su postura de comprensión, no puede evitar lanzar un comentario punzante, una de esas frases que no se olvidan fácilmente: “Todos en la vida tenemos un objetivo. Me alegra que hayas encontrado el tuyo… aunque me parece un poco triste”. Una burla envuelta en falsa empatía, una estocada dirigida al corazón de María, que no duda en responder con dureza.
Molesta, ella le pregunta por qué no podía haber esperado un día más. “La familia está por bajar a cenar”, dice, como si recordarle la presencia de testigos pudiese frenar sus maniobras. Pero Pedro está decidido. No hay marcha atrás. Le pide un favor, uno que lo dejaría mal a él, pero que podría beneficiarla a ella: quiere que todos crean que fue él quien rompió las negociaciones. Que parezca que fue una decisión suya. Que se haga cargo del escándalo.
A cambio, promete su apoyo. Frente a todos. Frente a Andrés. Un escudo a medida, ofrecido por alguien que no suele dar nada sin cobrar después. María, astuta, no se deja embaucar tan fácilmente. Le pregunta qué gana él con todo eso. Y Pedro, sin apenas pestañear, responde: “Es un movimiento estratégico”. La frase suena vacía, reciclada, como si la hubiera ensayado frente al espejo.
Pero entonces, como una chispa en medio de la tensión, surge una tercera voz. No está presente físicamente, pero resuena como un eco que ambos han intentado ignorar: “Lo haces por amor”. La frase no es dicha por Pedro, pero le pertenece. Está implícita en sus gestos, en su urgencia, en su necesidad de quedar bien ante Digna. María lo ve, lo entiende. Y él no lo niega. No dice “no”. Solo desvía la mirada.
María entonces hace lo que mejor sabe hacer: tomar el control. Le dice que lo pensará. Que no tomará decisiones precipitadas. Que no va a ceder al chantaje emocional ni al apuro estratégico. Pedro insiste. “Necesito una respuesta ahora.” Pero ella, imperturbable, lo despide con un seco “Buenas noches”.
Así termina la escena. Una negociación frustrada. Un favor que parece una trampa. Un interés disfrazado de generosidad. Y una mujer que, contra todo, defiende su autonomía con uñas y dientes.
Pero el episodio no termina ahí.
Mientras en la casa resuenan los ecos de esta conversación, Marta y Fina comienzan a notar que algo se cuece entre las paredes. No son ajenas al movimiento de las piezas. Han aprendido a leer los silencios, las ausencias, las puertas que se cierran demasiado despacio. Y sobre todo, han aprendido que en “Sueños de libertad” cada decisión personal tiene un eco en la familia. Que un favor entre Pedro y María puede significar un terremoto para todos.
Fina, preocupada por la actitud de Andrés, presiente que este episodio con María podría desestabilizar más de lo que parece. Marta, por su parte, no está dispuesta a dejar pasar una oportunidad de desvelar lo que se oculta bajo las alianzas de conveniencia. Y no piensa callarse. Con voz firme y mirada decidida, va al encuentro de Pedro: “No me voy de aquí hasta que me des una respuesta.”
Es entonces cuando se entiende el verdadero juego: lo que Pedro busca no es solo cubrirse ante los de la Reina, ni quedar como mártir ante Digna. Lo que busca es control. Y lo que María y Marta representan es lo opuesto: independencia, fuerza, claridad.
En el próximo capítulo, la tensión se multiplicará. ¿María aceptará el trato con Pedro, aún sabiendo que le debe algo más que un favor? ¿Marta conseguirá arrancar la verdad que Pedro intenta ocultar? ¿Y qué papel jugará Fina, si descubre que las alianzas familiares empiezan a girar fuera de su control?
“Sueños de libertad” se adentra en su episodio 312 con una certeza: cuando alguien dice ‘no me voy de aquí hasta que me des una respuesta’, es porque está a punto de desenterrar una verdad que cambiará las reglas del juego para siempre.