Una mañana tranquila se convierte en el escenario perfecto para una conversación que sacude emociones profundas. Begoña y Luz se encuentran brevemente en casa antes de que el día comience a rodar con su habitual ritmo acelerado. Es temprano, el sol apenas se filtra por las ventanas y el aroma a café fresco se mezcla con una atmósfera cargada de pensamientos no dichos. Luz agradece que Begoña haya acudido y le ofrece algo de beber, pero ella, con el tiempo justo, declina con una sonrisa amable. Solo tiene veinte minutos antes de iniciar sus visitas domiciliarias.
Entre sorbos de palabras y silencios significativos, surge el nombre de Ricardo López, un paciente que Luz debe visitar por un preocupante cuadro de arritmias. Begoña le comenta que el doctor Herrera prefirió no darle el alta hasta que lo evaluara un cardiólogo, por pura precaución. Luz asiente, recordando que esas dolencias pueden aparecer sin previo aviso. Como ejemplo menciona a la prima de Gema, una joven que murió repentinamente, dejando a todos consternados. El tema de la muerte, aunque incómodo, se impone.
Es entonces cuando Begoña baja la mirada y, con voz tenue, comparte una inquietud que le ha rondado la cabeza desde temprano: esa mañana, su hijo Teo le preguntó si también él podría morir de un infarto, como había oído en la conversación. Luz reacciona con ternura. Para ella, Teo es un niño sensible, que aún intenta descifrar el vacío que ha dejado su madre. No es solo una pérdida, es una herida abierta que duele con el paso de los días, aunque muchos insistan en que hay que “seguir adelante”.
Con una serena melancolía, Luz le cuenta a Begoña algo que escuchó en la radio y que la marcó profundamente: un escritor decía que la vida se divide en dos partes —una mientras tu madre está viva, y otra cuando ya no está—. Todo sigue igual en apariencia, pero tú ya lo ves distinto. Solo el tiempo, dice Luz, logra poner las emociones en su sitio. No se trata de olvidar, sino de aprender a vivir con la ausencia.
En ese momento, Luz lanza una reflexión que desarma a Begoña por dentro. Cree que Teo necesita tiempo para llorar, para procesar lo ocurrido. Pero siente que Gema, en su afán de protegerlo, ha intentado mantenerlo ocupado, distraído, como si con eso se pudiera evitar el dolor. Y entonces Begoña se queda en silencio, procesando. ¿Habrá hecho ella lo mismo con Julia? ¿Habrá llenado sus días de actividades para que no pensara en la muerte de su padre?
Luz, con su tono suave pero firme, le recuerda cómo Julia, tras la pérdida de su padre, se mostró triste unos días, pero pronto volvió al colegio y a sus rutinas. Sin embargo, también añade que la niña sabía cosas sobre su padre que la habían alejado emocionalmente. No era una figura idílica para ella, y eso también pesa. Pero perder a un padre, cualquiera que haya sido su relación, siempre deja cicatrices.
Ambas mujeres coinciden en que Julia ha sufrido mucho en muy poco tiempo. No solo perdió a su padre, sino que también se ha visto obligada a adaptarse a un nuevo entorno, a convivir con personas desconocidas y a encontrar su lugar en un universo que no siempre es acogedor. Y ahí es donde Luz propone algo inesperado pero esperanzador: que Julia y Teo pasen más tiempo juntos, que puedan conocerse mejor, tal vez compartiendo una merienda. Tal vez, de ese espacio íntimo y sincero, pueda brotar una amistad verdadera, incluso sanadora.
Begoña sonríe con cierta emoción al imaginar esa posibilidad. La idea le parece más que acertada. Julia necesita alguien de su edad con quien hablar, compartir sus sentimientos y también reír. Y Teo, a su vez, podría encontrar en Julia una compañera en este viaje emocional tan complejo. Son dos niños rotos intentando encontrar sentido en medio del caos. Dos almas solitarias que, sin saberlo, podrían sanar juntas.
Luz, antes de marcharse, le sugiere a Begoña que aproveche el festivo escolar para estar más tiempo con Julia. No solo para cuidarla, sino para conocerla de verdad. Ambas coinciden en que el vínculo entre ellas aún puede fortalecerse, y que Julia, a pesar de todo, aún tiene un mundo interior por descubrir.
En paralelo, en otro rincón de la casa Merino, Teo lucha en silencio con su propio torbellino emocional. El peso de la ausencia materna lo hace más callado, más introspectivo. Y aunque no lo dice, extraña que lo abracen sin pedirle explicaciones, que alguien lo mire con esos ojos que todo lo comprenden. La propuesta de merendar con Julia, aunque le genera cierta incomodidad al principio, poco a poco empieza a parecerle una buena idea.
Julia, por su parte, se siente desubicada. No entiende del todo las reglas no escritas de la nueva casa. A veces piensa que molesta, que sobra. Pero en su interior aún hay una llama encendida, una que le susurra que no todo está perdido, que todavía hay lugares en los que puede sentirse querida. Quizá Teo, con su mirada triste y sus silencios largos, entienda eso mejor que nadie.
El capítulo avanza con estas pequeñas pero poderosas semillas emocionales. No hay grandes explosiones ni confrontaciones dramáticas. Pero sí hay algo más importante: el inicio de una conexión, de esas que no se ven a simple vista, pero que pueden cambiarlo todo. La posibilidad de que Julia y Teo construyan una amistad real, lejos de los prejuicios de los adultos, basada en el respeto mutuo y en la comprensión de dolores compartidos, abre una puerta nueva para ambos.
Y mientras los adultos intentan resolver el caos de sus propios pasados y presentes, los niños comienzan, quizás sin saberlo, a dibujar un futuro diferente. Un futuro en el que hablar de la muerte no sea un tabú, en el que llorar no sea una debilidad, y en el que una simple merienda pueda convertirse en el inicio de una sanación mutua.
Porque en Sueños de libertad, los lazos no siempre se forjan con sangre, sino con el alma. Y tal vez, solo tal vez, Julia y Teo están destinados a encontrarse no solo como compañeros de casa, sino como amigos que se acompañan en el dolor y en la esperanza.
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