En este capítulo de Sueños de libertad, los silencios pesan más que las palabras, y un encuentro aparentemente casual se convierte en una advertencia velada que deja a Gabriel sacudido por dentro. La escena comienza con un llamado urgente desde la planta alta. Es María, la mujer que lleva semanas aislada, invisible para muchos, pero que hoy rompe su silencio. Su voz suena débil pero clara, y Gabriel, que estaba cerca, no duda en acudir.

El joven, siempre respetuoso, se ofrece enseguida a ir en busca de Andrés, el esposo de María, pero ella se niega. No quiere a Andrés, no lo necesita. Prefiere intentar arreglárselas sola, aunque su cuerpo le diga lo contrario. Gabriel, viendo su esfuerzo, le propone con suavidad ayudarla a regresar a su habitación. Ella no protesta más, y él la empuja con cuidado en la silla de ruedas. En ese gesto silencioso nace una complicidad inesperada, aún frágil pero latente.

Es la primera vez que están a solas, y en medio de esa intimidad forzada, intercambian formalidades. María, siempre observadora, deduce enseguida quién es él: “Tú eres el sobrino de don Damián, ¿verdad?” Gabriel asiente, y lamenta que ella no haya podido estar en la cena familiar la noche anterior. María lo mira con una mezcla de ironía y resignación. Le agradece el gesto mientras él se ofrece a acomodarla en el sofá.

María acepta, aunque admite que no puede hacerlo sola. Gabriel, con una delicadeza que conmueve, la ayuda a sentarse. La toca con respeto, como si supiera que cada movimiento en ella duele más de lo que deja ver. Pero cuando sus cuerpos se separan y ella se acomoda, el ambiente se torna más denso. María, con esa mezcla de fragilidad y lucidez que la caracteriza, le lanza una pregunta que rompe el aire: “¿Cómo es que alguien como tú ha aparecido de la nada?”

Gabriel se queda un segundo en silencio. Luego, con sencillez, le cuenta que nació en México y que su padre llevaba años distanciado de Damián. No entra en detalles. María, sin perder la mirada, asiente con un dejo de amargura. Lo observa como si ya supiera lo que va a pasar. “Esta familia no es buena, Gabriel”, le dice. “Y si te quedas cerca, vas a arrepentirte.”

Es una frase que no necesita gritos para sacudir. Gabriel intenta entender. Le pide que le explique, que le diga qué le pasó. Pero María no lo hace. No necesita contarlo todo para que se entienda el dolor. Le deja entrever que ella también fue joven, confiada, y que en algún momento creyó en algo bueno… hasta que esa misma familia lo destrozó todo. Ya no tiene sueños, ni esperanza. Solo tiene palabras que sirven como advertencia: “Ten cuidado. Aquí, todo lo que tocan, lo corrompen.”

Gabriel intenta consolarla. Le dice que es una mujer hermosa, con una mirada encantadora, y que no merece vivir así, rodeada de sombras. María se suaviza por un instante. Agradece el gesto, pero no cede del todo. No ha perdido la dulzura, pero ha aprendido a esconderla detrás de un muro. Y ese muro, al menos por ahora, no se va a caer. “No le voy a desvelar las sorpresas que le esperan, Gabriel”, le dice, con una media sonrisa cargada de tristeza.

Esa frase queda suspendida en el aire como una premonición.

Gabriel, hasta ese momento optimista y dispuesto a creer que había llegado a una casa respetable, empieza a dudar. Algo en los ojos de María le dice que hay secretos enterrados bajo cada ladrillo de esa mansión. Que tras los buenos modales y las cenas familiares hay cicatrices abiertas, historias silenciadas y heridas que no han cerrado.

El joven se retira con cortesía, pero su mente ya no está tranquila. Las palabras de María resuenan como un eco que no se puede acallar. Por primera vez desde que llegó, empieza a preguntarse si ha cometido un error. Si realmente conoce a su familia. Si su tío Damián es quien dice ser. Si Andrés es el marido atento que todos aparentan. Si en esa casa alguien es lo que parece. Porque, aunque María no ha dicho todo, ha dicho lo suficiente: aquí se destruye lo que se ama.

Este capítulo marca un antes y un después para Gabriel. Lo vemos cambiar, dudar, despertar. La inocencia se empieza a desvanecer y da paso a una sospecha que no dejará de crecer. María, rota pero lúcida, planta en él la semilla de la desconfianza. Una semilla que, tarde o temprano, dará frutos… y no serán dulces.

Mientras tanto, María se queda sola en su sofá, mirando hacia la ventana como si desde allí pudiera escapar. No lo dice, pero se nota: ha visto demasiado, ha callado demasiado. Y ahora, al menos, ha hecho lo único que podía: advertir a quien aún está a tiempo.

Pero, ¿lo estará realmente? ¿O ya es tarde para Gabriel?

En Sueños de libertad, el capítulo 332 se convierte en un testimonio silencioso del dolor que se esconde tras las paredes de una familia que parece ejemplar. Y aunque María no reveló todos sus secretos, dejó claro que Gabriel no tiene idea de lo que está a punto de descubrir.