En Sueños de Libertad, el capítulo 329 nos regala una de las escenas más desgarradoras y emocionalmente sinceras entre Andrés y María, en la que ambos se ven obligados a confrontar la verdad más cruda sobre su relación. No hay gritos, no hay reproches. Solo una habitación silenciosa, dos almas rotas y una conversación que, sin dramatismos, lo cambia todo.
María permanece en la cama, todavía frágil tras el accidente que ha paralizado su vida y su cuerpo. Andrés entra, como tantas veces desde el suceso, con el rostro cansado pero con una calma calculada. Sabe que debe mantenerse firme por los dos. Se acerca con suavidad, sin estridencias, y le propone lo mismo que lleva días insistiendo: empezar con ejercicios simples, pequeños movimientos que impidan que su cuerpo se deteriore más de lo que ya está. María, agotada, lo mira con una mezcla de resignación y escepticismo. “No puedo”, murmura, convencida de que nada va a cambiar.
Pero Andrés no cede. Se sienta junto a ella, toma sus brazos con cuidado, y le propone un ejercicio de resistencia: él empuja suavemente y le pide que ella haga fuerza en sentido contrario. El gesto es mínimo, casi simbólico, pero representa mucho más. Es un intento de sacarla del abismo, de convencerla de que todavía hay camino por delante. Ella duda, se queja del cansancio, de la inutilidad de sus esfuerzos. Y entonces Andrés apela a algo más profundo: le recuerda que él también estuvo en una cama tras un accidente. Que él también creyó, por un instante, que todo estaba perdido.
Le cuenta cómo fue su proceso de recuperación, la lentitud de cada avance, la impotencia al principio. Pero no lo hace desde la superioridad, sino desde la empatía. Es su forma de decirle: entiendo lo que sientes, pero yo salí adelante, tú también puedes. Sin embargo, María reacciona con una punzada de dolor. Le recuerda que ambos saben quién fue realmente la persona que lo ayudó a levantarse en aquel entonces… y no fue ella. La sombra del pasado, de los errores y las ausencias, planea sobre ellos una vez más.
Aun así, Andrés no se rinde. Insiste, le habla con palabras cargadas de esperanza. Le dice que pronto llegará un especialista que podrá ayudarla en serio, que no estará sola en este camino. María, por un momento, deja caer su coraza. Se emociona, y con una voz rota le agradece por devolverle un mínimo de ilusión. Andrés, con la mirada serena, le responde que nunca perdió la fe en ella. Que hará todo lo necesario para que reciba los cuidados que merece.
Y justo cuando parece que la escena se encamina hacia una reconciliación emocional, María lanza una bomba devastadora. Con una frialdad desgarradora, le dice que si Andrés volviera a solicitar la nulidad matrimonial… esta vez no se opondría.
El impacto es inmediato. Andrés queda paralizado. No esperaba esas palabras. Le pregunta por qué ahora, por qué justo en este momento en que están empezando a reconstruir algo. Y María, con una claridad que desarma, le responde que no se trata de dramatismo ni de venganza. Solo de verdad.
Se siente atrapada. Inútil. Convencida de que no tiene nada más que ofrecer. Sabe que Andrés está con ella por compromiso, por culpa. Porque el accidente ocurrió en el momento más cruel: justo cuando él había tomado la decisión de echarla de su vida. Es como si el destino les hubiese jugado una mala pasada, un castigo perverso disfrazado de accidente.
“No es justo que una tragedia sea lo único que nos mantenga unidos”, le dice con lágrimas contenidas. “No quiero que me mires con lástima. No quiero que te quedes solo porque piensas que tienes que hacerlo”.
Sus palabras son duras, pero honestas. Hay en ellas una mezcla de dignidad y dolor que conmueve. María no quiere una relación basada en el deber ni en el remordimiento. Le pide a Andrés que, por una vez, piense también en él. En lo que necesita. En lo que desea.
Andrés no responde de inmediato. Sus ojos lo dicen todo. Está roto. Porque, en el fondo, sabe que lo que María dice es cierto. Sabe que lleva semanas movido más por el deber que por el amor. Que el vínculo entre ellos, aunque profundo, está contaminado por el pasado, por las heridas no sanadas, por las decisiones no tomadas a tiempo.
La escena termina con un silencio espeso. No hay música, no hay consuelo. Solo dos personas enfrentadas a una verdad que les duele admitir. Andrés mira a María como si la viera por primera vez: no como la mujer de la que alguna vez estuvo enamorado, ni como la paciente que cuida cada día, sino como una mujer rota que ha encontrado el valor para soltar.
Y María… María finalmente deja caer la armadura. No como rendición, sino como un acto de amor propio.
El capítulo 329 de Sueños de libertad no ofrece respuestas fáciles ni finales felices. Solo una verdad emocional demoledora: a veces, dejar ir es la única forma de liberarse.