La noche cae sobre la casa como un susurro de secretos y promesas no cumplidas. Todo parece en calma, pero entre los rincones oscuros de Sueños de libertad, el amor sigue desafiando las normas impuestas. En este capítulo 308, una escena robada al tiempo sacude el corazón de María y Raúl, quienes, pese al riesgo, se dejan arrastrar por la intensidad de sus sentimientos.
En un rincón discreto del jardín, María aparece con paso firme, pero el alma temblorosa. Raúl, al verla, se sorprende —no por su presencia, sino por el valor que demuestra al buscarlo sabiendo que cualquier mirada indiscreta podría arruinarlos. “¿Estás loca? Podrían vernos”, le advierte con voz baja, cargada de preocupación. Pero María, con la mirada decidida y el corazón al borde del abismo, le responde: “No hay nadie cerca. Solo tú y yo.”
Raúl quiere abrazarla, sentirla cerca, borrar la distancia con un gesto… pero María lo detiene con un susurro tembloroso. “¿Estás loco tú también?” La respuesta de Raúl, aunque con una sonrisa triste, encierra una verdad que ambos conocen: “Lo estamos los dos. Pero alguien tiene que poner algo de cordura en esto… y este lugar no es el mejor para eso.”
Hablan del tiempo, del cuándo y del cómo. De ese momento imposible de predecir en el que podrán volver a verse sin miedo, sin esconderse. María, intentando aligerar el momento con un toque de humor, sugiere que quizás necesite más clases de conducir, una excusa perfecta para encontrarse sin levantar sospechas. Raúl, sin embargo, sabe que si faltan mucho, alguien comenzará a sospechar. Ambos caminan sobre una cuerda tensa, entre el deseo y la realidad, entre el deber y el querer.
Y entonces, en un suspiro entrecortado, Raúl rompe el muro: le dice que la ama. Es la primera vez que lo verbaliza, que le pone nombre al fuego que lo consume desde hace tiempo. Pero enseguida se disculpa, como si el amor fuera un delito, como si expresar lo que siente fuera una falta. María, con los ojos cristalinos, le toma la mano y lo detiene: “No te disculpes. Solo… fue un poco rápido.”
Pero ya no hay vuelta atrás.
En ese instante, la máscara de fuerza que María lleva puesta se desmorona. Se le quiebra la voz cuando le confiesa que hace mucho, muchísimo tiempo, nadie la mira como él lo hace. Nadie la ha hecho sentirse tan viva, tan deseada, tan comprendida. Raúl ha sido un faro en medio de su naufragio emocional. Desde que la separaron de Julia —una ausencia que aún le lacera el alma— él ha sido lo mejor que le ha pasado.
“Raúl”, le dice, “siento que el mundo se me viene encima. Y sé que tú no puedes curar todo ese dolor de golpe… pero al menos intenta hacerlo, por favor.” Lo mira con una mezcla de esperanza y desesperación, rogando sin palabras que no la suelte, que no la deje sola frente al vacío.
Y lo más desgarrador viene después.
“Cuando estoy contigo me olvido de todo. De todo el dolor. De todo lo que me falta. De todo lo que me arrebataron.” Hace una pausa. Respira profundamente. Y se atreve a decir lo que lleva tiempo guardando: “Y cuando estoy sola… pienso en tus besos. En tus caricias. En ti.”
Esa’s palabras lo cambian todo.
Raúl la escucha como si estuviera oyendo un secreto sagrado. María no solo le está hablando de amor: le está entregando su vulnerabilidad, su herida abierta, su deseo de comenzar de nuevo con él. No es solo una pasión escondida, es una necesidad vital. Cada encuentro clandestino es más que un gesto: es una forma de resistir, de vivir a pesar del miedo.
En el silencio que sigue, ambos sienten que el aire se espesa, que el universo entero se reduce a ese instante. Se miran sin hablar, porque ya no hacen falta palabras. Hay un beso contenido que no se da, una caricia que no se atreve a brotar… porque el riesgo los rodea como un halo oscuro. Y aun así, el amor florece, precisamente porque es prohibido, porque está rodeado de sombras y aun así se atreve a brillar.
Pero saben que no será fácil. María es consciente de que su posición en la casa, su apellido, su historia familiar, todo está contra ellos. Raúl, el chófer, el hombre que no debería soñar con la señorita de la casa, también lo sabe. Pero en el corazón no mandan los títulos, y mucho menos los prejuicios.
Mientras tanto, en otras partes de la casa, las sospechas empiezan a crecer. Marta ha notado ciertos cambios en María, cierta luz en la mirada que no sabe de dónde proviene. Fina, siempre atenta, comienza a intuir que algo se cuece bajo la superficie. Y aunque nadie ha visto nada todavía, el peligro se avecina como una tormenta en el horizonte.
¿Hasta cuándo podrán ocultar lo suyo? ¿Cuánto tiempo más podrán vivir de instantes robados, de abrazos prohibidos, de palabras a media voz?
María y Raúl saben que no pueden seguir así para siempre. Pero hoy, al menos hoy, se permiten este pequeño oasis. Este rincón de ternura en un mundo que no los acepta. Hoy, el amor vence al miedo. Y aunque sea por un instante, eso es suficiente.
Porque hay veces en que un solo “te amo” basta para sostenerse en pie.
Y mientras se despiden con la promesa silenciosa de volver a verse, Raúl le toma la mano y la besa suavemente. No es un gesto de pasión, sino de compromiso. De entrega. De fe en lo imposible.
Ella se va, con el corazón latiendo con fuerza. Y él se queda allí, mirando el vacío, deseando que el siguiente encuentro no tarde demasiado.
Pero ambos saben que lo que sienten ya no tiene marcha atrás.
Y el capítulo termina con la frase que ella le susurró:
“Raúl, cuando estoy sola… pienso en tus besos.”
¿Te gustaría que te prepare un adelanto del capítulo 309 con esta línea argumental?