En el capítulo 305 de Sueños de libertad, la relación entre Marta y Fina llega a un punto de inflexión cargado de emociones, heridas abiertas y un amor que se niega a rendirse. La escena íntima que comparten ambas mujeres no solo muestra el enorme cariño que aún se profesan, sino también el abismo emocional que las circunstancias han excavado entre ellas.

Todo comienza en el silencio tenso de una habitación. Marta, con el corazón en la mano, cruza el umbral del cuarto de Fina, buscando una oportunidad para sanar lo que entre ellas se ha roto. La encuentra acostada, en actitud distante, y con una voz suave que apenas disimula la ansiedad le dice: “Pensé que tal vez no estarías aquí.” Pero Fina responde con frialdad, una especie de escudo afilado que protege su dolor: “Pues no lo estoy.” Con solo esas palabras queda claro que el resentimiento aún arde dentro de ella.

Marta intenta suavizar la atmósfera preguntándole cómo está. Pero no es fácil para Fina dejar caer la guardia. La distancia entre ambas se siente física, emocional, casi insalvable. Entonces, en un intento por abrir otra puerta, Marta menciona al detective que abandonó la empresa definitivamente. Fina reacciona con sorpresa. Marta le explica que Don Pedro y su hermana sospechaban de él, y que por eso se marchó. Pero Fina, astuta, lanza la pregunta que realmente la inquieta: “¿Fue porque hablaste con tu padre?” Marta lo niega con sinceridad. Sin embargo, ambas saben que el conflicto más profundo no gira en torno al detective… sino a ellas.

Marta, visiblemente afectada, se atreve a confesar lo que le pesa en el alma: el miedo de no volver a ver a Fina. La posibilidad de una separación definitiva la desgarra por dentro. Le pregunta cuánto tiempo más seguirá enfadada. Fina, con ese humor amargo que solo nace del dolor, responde: “Soy la papisa Juana”, comparándose con una figura legendaria que vivió ocultando su verdadera identidad, atrapada entre dos mundos. Y así es como Fina se siente. Fragmentada.

Marta, al borde del llanto, suplica: “No podemos seguir así, amor.” Le ruega que intente comprender su posición, que la escuche con el corazón abierto. Y por primera vez, Fina baja ligeramente la guardia. Le dice que sí, que lo intenta. Pero es una lucha constante. Está dividida entre la mujer que es cuando está con Marta, libre y auténtica, y la hija que su familia espera que sea, obediente y silente. Esa dualidad la consume poco a poco.

Entonces, Marta da un paso decisivo: le asegura que solo le importa una de esas vidas, la que comparten juntas. Fina le cree. No duda del amor de Marta. Reconoce que el tema de las joyas y el dinero pudo haber ensombrecido las intenciones, pero lo único que realmente le importa es Marta y su bienestar. Pero luego, como si el peso del mundo se posara sobre sus hombros, Fina lanza una revelación que parte el alma: “No me importa el futuro.”

Marta se queda helada. ¿Cómo que no le importa el futuro? Fina lo explica con serenidad resignada. En un mundo que ya les ha dado la espalda, donde todo parece jugar en su contra, lo único que le queda es el presente. Quiere disfrutarlo, saborearlo, aferrarse a cada segundo con Marta como si fuera el último. “No nos lo pongamos más difícil”, pide con voz suave, casi implorando. Y esa súplica desarma a Marta. Se derrumba. Le pide perdón, con el alma hecha trizas: “Por favor, no me castigues más.”

Fina la mira con ternura. Admite que ella también ha sido dura. Que quizá ambas se han defendido del dolor lastimándose mutuamente sin querer. Comparten una risa tímida, como dos adolescentes que se reconcilian tras una pelea. Se perdonan. Marta, entre suspiros, afirma: “Estamos haciendo lo mejor que podemos, ¿verdad?” Y Fina asiente. Saben que no tienen todas las respuestas, pero lo que tienen entre manos, ese amor real, vale la pena luchar por él.

Y entonces, ocurre ese momento mágico, donde las palabras sobran y la conexión lo dice todo. Marta ve a Fina sonreír, y el mundo se detiene. “Esa sonrisa tuya me convence siempre”, dice, y es como si el sol entrara de nuevo en esa habitación sombría. Fina le pregunta si ha hablado con Begoña, visiblemente preocupada desde que las vio juntas en la casa. Marta no lo ha hecho aún, pero promete que lo hará. Está decidida a resolverlo, a no permitir que nada ni nadie ponga más sombras sobre lo que sienten.

Antes de irse, Marta le recuerda algo con dulzura y firmeza: “Hoy no trabajas, te lo dice tu jefa.” Fina responde con una media sonrisa y un “Ya veremos”, que deja la puerta abierta al juego. Marta se acerca, le da un beso en la frente, y se despide sin decir más. Un gesto silencioso, pero cargado de amor.

Esta escena, más allá de la trama, es un retrato de la complejidad del amor verdadero. Ese que no siempre es fácil, que tropieza, que se rompe, pero que también se reconstruye con lágrimas, valentía y perdón. Marta y Fina no tienen certezas, no tienen garantías. Pero sí tienen algo que las mantiene unidas: la certeza de que lo que sienten es real, profundo y digno de luchar.

Y en ese abrazo silencioso entre dos almas heridas pero aún esperanzadas, Sueños de libertad nos recuerda que, incluso en medio de la tormenta, el amor —cuando es sincero— puede seguir siendo faro. Aunque duela. Aunque tiemble. Aunque cueste. Porque a veces, una sola sonrisa basta para sostenerlo todo.