En el capítulo 332 de Sueños de libertad, las emociones se entrelazan con el caos cotidiano, y el humor ácido de Fina vuelve a brillar en una escena que mezcla ternura, exasperación y una amistad que se afianza en los momentos más inesperados.

Todo comienza con la llegada de Claudia, completamente acelerada, a la tienda. Entra como un torbellino, sin aliento, pidiendo disculpas por llegar tarde mientras intenta recomponerse después de un día de locura en la Casa Kuna. Viene agotada, frustrada, y con restos de vómito de bebé en su blusa, que menciona entre risas nerviosas como si fuera el colmo de su jornada. Fina, fiel a su estilo irónico y sin filtros, no muestra ni una pizca de empatía… al menos no al principio.

Pero Claudia nota algo diferente. Fina se ve mejor. Más tranquila, más firme en su cuerpo y en su humor. Como si hubiera pasado por un proceso interno del que ahora emerge más sólida. Esa simple observación abre la puerta a una conversación sincera entre ambas, donde Claudia, agotada por las exigencias de la Casa Kuna, se permite desahogarse.

La situación en el hogar es un auténtico rompecabezas. Las cuidadoras entran y salen con horarios cambiantes, los niños enferman, surgen imprevistos, y coordinar todo es un desafío constante. Claudia está sobrepasada, aunque no lo admite fácilmente. Le cuenta a Fina que, aunque tienen la intención de contratar a alguien fijo gracias a la generosa donación de doña Clara, todavía no han encontrado a la persona adecuada.

Y aquí Fina muestra otra cara: la del apoyo sincero. Le asegura a Claudia que todo irá mejor, que lo está haciendo bien, que su esfuerzo está marcando la diferencia. Ese reconocimiento, simple pero honesto, tiene un gran peso para Claudia, quien confiesa sentirse verdaderamente útil en la casa de acogida, algo que la llena emocionalmente.

Fina, sin perder su humor ni su personalidad algo distante, le reafirma que también es valiosa en la tienda. Es un momento de complicidad, un espacio seguro entre dos mujeres que se entienden y se respetan más de lo que están dispuestas a admitir en voz alta. Pero justo cuando el ambiente parece estabilizarse, Claudia cambia de tono, con una sonrisa nerviosa y una mirada sospechosamente dulce.

Le pregunta qué hará Fina esa tarde. La respuesta está en el aire antes de que termine la frase. Fina lo huele al instante: Claudia quiere un favor. Y no uno cualquiera… algo relacionado con los niños, lo que para Fina es sinónimo de catástrofe.

Con firmeza, Fina intenta cortar la conversación: “Los niños no son lo mío. Y el vómito, menos”. Pero Claudia no se rinde. Está desesperada. Dos madres la han dejado plantada y no tiene manos suficientes para cuidar a todos los pequeños. Necesita ayuda, y solo puede pensar en Fina.

Lo que sigue es casi una batalla verbal. Fina se atrinchera detrás de sus objeciones: que no sabe cambiar pañales, que nunca ha sostenido un bebé, que sería un estorbo más que un apoyo. Pero Claudia, con una mezcla de necesidad real y estrategia emocional, empieza a halagarla. Le dice que es dulce, que es responsable, que tiene la sensibilidad que los niños necesitan.

Fina se queja como si estuviera oyendo a una vendedora de seguros. Pero dentro de ella algo se mueve. Claudia no lo dice para manipularla, lo cree de verdad. Ve en Fina a alguien capaz de dar cariño, de contener, de cuidar. Ve a una mujer que, pese a su fachada áspera, tiene un corazón que puede hacer mucho bien.

Y entonces ocurre: la rendición.

Después de tanta insistencia, palabras sinceras y una súplica sin filtros, Fina suspira y dice que sí. A regañadientes, claro. Con un mohín, con una mueca de “me vas a deber la vida”, pero acepta. Claudia, emocionada, la abraza con fuerza. Y Fina, casi asqueada, responde con una frase gloriosa: “¡Qué asco! ¡Fuera, fuera!” entre risas que no puede ocultar.

Pero no se queda ahí. Como pequeña venganza juguetona, le rocía perfume encima, como si quisiera limpiar el contacto físico con algo más aceptable. Es su forma de equilibrar la balanza emocional. De dar cariño… a su manera.

La escena, aunque parece pequeña en la estructura global de la serie, es poderosa en su intimidad. Muestra cómo dos personajes que vienen de mundos muy distintos han logrado construir una relación genuina. Fina, que tantas veces se ha mostrado como una roca, empieza a abrir pequeñas grietas donde entra la luz. Y Claudia, que siempre pone buena cara pese al caos, se permite pedir ayuda y recibirla.

Este episodio también deja entrever un posible camino para Fina. Tal vez cuidar niños no sea su vocación… pero quizás descubrirá en ese entorno una nueva parte de sí misma. La que puede sostener, cuidar, acompañar. Porque por mucho que lo niegue, Fina es amable, cálida y muy dulce. Justo como Claudia le dijo.

Y ese reconocimiento, dicho sin ironías y con el corazón en la mano, podría marcar el inicio de una nueva etapa para Fina. Una donde su papel no sea solo el de espectadora sarcástica, sino el de protagonista en el proceso de cambio y apoyo a quienes más lo necesitan.

Así, entre risas, reproches juguetones, y una nube de perfume, se sella una alianza que promete más de una sorpresa en los capítulos venideros.

Porque en Sueños de libertad, las grandes transformaciones empiezan con los gestos más pequeños