En la penumbra tranquila de la casa de los Korhan, donde las paredes parecen susurrar secretos y los silencios pesan más que las palabras, tuvo lugar un momento que lo cambió todo. Un instante robado al caos cotidiano, íntimo y vulnerable, donde Suna y Kaya quedaron cara a cara con lo que sentían… y con lo que no se atrevían a decir.
Todo comenzó de forma casi inocente. Suna, con una pomada en mano, entró a la habitación de Kaya para curarle una herida que llevaba en la ceja. Un pequeño gesto de atención, un acto simple de cuidado… pero que escondía mucho más. Ella no solo llevaba un ungüento, sino también una mezcla de emociones que no sabía cómo contener.
Kaya, como siempre, mantenía su habitual compostura. Pero bastó que Suna se acercara, con ese gesto tierno y atento, para que el aire en la habitación se volviera espeso, cargado de tensión y de palabras no pronunciadas. Mientras ella le aplicaba la pomada, sus miradas se cruzaron con una intensidad imposible de ignorar. Por un instante, el mundo se detuvo.
El silencio entre ellos no era incómodo; era casi eléctrico. Suna, poco a poco, fue bajando la guardia. Se acercó más… más de lo prudente. Su respiración temblaba. Había algo en sus ojos que gritaba: “Haz algo, por favor, dime que no soy la única que siente esto”. Y en un impulso, casi sin pensarlo, estuvo a punto de besarlo.
Pero entonces, sucedió lo que nadie esperaba. Kaya se apartó.
Fue un gesto sutil, pero definitivo. No hubo palabras de rechazo cruel ni gestos bruscos. Solo distancia. Suna, al darse cuenta, sintió que el mundo se le venía abajo. Se le apagaron los ojos. Se encogió por dentro. Bajó la mirada con vergüenza, sintiéndose tonta, vulnerable, expuesta.
“Lo siento mucho… Me tengo que ir”, murmuró apenas, con la voz quebrada. Estaba dispuesta a irse, a huir del ridículo, de su propio atrevimiento, de lo que creía un rechazo sin matices. Pero Kaya, con un tono que solo reservaba para las verdades importantes, la detuvo.
“Espera. Por favor, no te vayas así”, dijo, acercándose con cautela, como si supiera que un paso en falso podía romperla aún más. “Eres especial, Suna. Vales mucho. Pero… tengo miedo.”
Esas palabras, lejos de aliviarla, la confundieron más. “¿Miedo?” repitió ella, casi sin entender. Él asintió.
“No quiero hacerte daño. No quiero que esto se convierta en otra herida para ti. Ya he fallado antes… y tú no mereces eso.”
Entonces fue ella quien rompió a llorar, pero no con lágrimas, sino con reproches silenciosos. Se echó la culpa, como tantas veces lo había hecho antes. “Creí en las palabras de Ifakat. Pensé que tú… yo…”, tartamudeó. “Me da vergüenza. Vivimos en la misma casa. ¿Cómo te miraré a la cara después de esto?”
Kaya se quedó callado. No había respuesta fácil. No existía una fórmula para deshacer ese nudo en el estómago, ese instante de vulnerabilidad que ambos habían compartido sin querer.
Y sin embargo… pasó.
Fue algo inevitable. Instintivo. Humano.
Un beso.
No uno cualquiera, no un beso perfecto de novela. Fue torpe, tembloroso, cargado de miedo, de necesidad, de arrepentimiento. Un beso que contenía todas las palabras que no se atrevieron a decir. Fue Suna quien cerró los ojos primero. Kaya le siguió, dejándose llevar por ese impulso que hasta entonces había frenado con todas sus fuerzas.
Y justo entonces, como si el destino se burlara de ellos, la puerta se abrió con brusquedad.
Kazim.
El padre de Suna, el patriarca implacable, los encontró en el instante exacto en que sus labios aún estaban unidos. Su rostro fue un espejo de furia y decepción. Un relámpago de juicio atravesó la habitación. El tiempo se detuvo otra vez, pero esta vez con una carga explosiva.
Suna se apartó de golpe, como si el beso hubiera sido un crimen. Kaya intentó hablar, pero Kazim ya se había dado la vuelta, saliendo de la habitación sin una palabra, pero dejando tras de sí una amenaza silenciosa. El escándalo ya estaba sembrado.
La escena quedó suspendida en el aire.
Suna, temblando, sintió que todo su mundo se desmoronaba. No solo por el beso, sino por lo que significaba: que había cruzado un límite, que se había expuesto, que Kazim jamás lo entendería. Y peor aún, que Kaya no había sido claro.
Kaya, por su parte, maldecía el momento. Sabía que había tenido la oportunidad de aclarar sus sentimientos antes, pero el miedo lo paralizó. Ahora ya era tarde para las explicaciones suaves. Lo que vendría a partir de ese momento sería una tormenta. Y no estaban preparados.
Lo que no se vio antes del beso, lo que no se escuchó en ese momento congelado entre ellos, fue que ambos estaban igual de rotos. Que los dos temían hacer daño. Que lo que sentían era real, pero que la culpa, el entorno, los juicios y los secretos los ahogaban.
Y mientras la casa entera comenzaba a temblar con la noticia del beso prohibido, solo una cosa estaba clara: nada volvería a ser igual entre Suna y Kaya.
¿Quieres que prepare también la continuación desde el punto de vista de Kazim o el impacto de esta escena en Seyran e Ifakat? Puedo expandirlo con nuevas perspectivas si lo deseas.