Las tinieblas se ciernen sobre La Promesa, y esta vez no hay rincón donde esconderse del dolor. La tormenta emocional que estamos presenciando, centrada en el calvario de Eugenia, no solo nos sacude, nos remueve por dentro. Hay personajes que han sufrido, sí —Virtudes es un ejemplo claro—, pero lo que estamos viviendo con Eugenia es distinto: lo estamos viendo todo. Día a día, injusticia tras injusticia, golpe tras golpe, sin un respiro para el alma.

Eugenia llegó a La Promesa huyendo de un pasado turbulento, tratando de reconstruirse entre ruinas, pero lo que ha encontrado no es redención, sino una nueva pesadilla. Y el epicentro de ese infierno tiene nombre: Leocadia. Esa mujer, que se esconde tras una fachada de modernidad pedagógica y discursos sobre el poder de la música, está llevando a cabo una de las manipulaciones psicológicas más crueles de toda la serie. Drogas, humillaciones, aislamiento, luz de gas… La presión constante es una gota malaya que va horadando el alma de Eugenia hasta desfigurarla.

La escena del desayuno fue un puñal lento. Lorenzo, en su línea cruel y cínica, despotricando sobre Eugenia delante de todos, y cómo, al llegar ella, se hace el silencio. Esa cobardía colectiva que deja a una mujer sola frente al juicio de los demás. Y no solo eso. La noche anterior, la escena de la campanita fue puro terror psicológico, una escena digna de La semilla del diablo (El bebé de Rosemary), con una atmósfera tan opresiva que el espectador apenas podía respirar.

Y aun así, Eugenia resiste. No solo no se rinde, sino que demuestra tener un corazón inmenso. Cuando tratan de envenenarla contra Catalina, de hacerle creer que su sobrina está celosa de ella, Eugenia se niega a creerlo. La defiende con firmeza, afirmando que nunca querría separar a una madre de su hijo. Incluso rota, bajo la influencia de medicamentos, maltrato verbal y emocional, conserva la lucidez suficiente para mantenerse fiel a sus valores.

Pero esa fidelidad no está siendo recompensada. Lo que nos están mostrando es el retrato de una sociedad que castiga a las mujeres que se atreven a alzar la voz, que se atreven a sobrevivir. Eugenia está sola, cada vez más sola. Y da la sensación de que se está cocinando una tragedia. Todo parece estar encaminado a un estallido: el bautizo de los mellizos será la chispa que lo encienda todo.

En paralelo, Manuel emerge como otro eje fundamental del capítulo. El joven Izquierdo, por fin, parece estar despertando del letargo en el que lo había sumido el dolor. En su conversación con Toño vimos a un Manuel distinto, uno que recuerda a su madre Cruz, a su abuelo el barón, e incluso a su tía Eugenia. Por fin vemos a un Manuel que saca carácter, que pone orden, que deja de lado el papel de víctima para asumir una posición activa, incluso autoritaria. ¿Estamos presenciando el nacimiento de un nuevo Manuel? ¿Uno más frío, más estratégico, capaz incluso de abrazar el rol de antihéroe?

Su escena con Alonso fue otro punto clave. La incomprensión del padre hacia el hijo fue sangrante. ¿Cómo puede Alonso preguntarle “qué te pasa” a su hijo, después de todo lo que ha vivido? Manuel ha perdido a su esposa embarazada, ha descubierto que su madre es la posible culpable de su muerte, ha sido traicionado, engañado, manipulado, y encima ahora intenta levantar un negocio en medio del caos. Y Alonso, lejos de ofrecer apoyo, parece seguir en su burbuja de favoritismos.

Porque sí, los favoritismos de Alonso han sido evidentes desde el inicio. Tomás y Catalina, los hijos de su primera esposa, siempre han estado en su pedestal. Manuel y Leonor lo saben, lo han sentido toda la vida. Cruz se lo dijo en múltiples ocasiones, y aunque Alonso lo negara, los hechos lo han confirmado. Con Catalina hay una afinidad y una tolerancia que Manuel jamás ha recibido. Y eso, en momentos de crisis, se nota más que nunca.

Y mientras los conflictos familiares hierven, Leocadia sigue con su juego siniestro. Su figura se convierte en una sombra amenazante, no solo por lo que hace a Eugenia, sino por cómo manipula a los que la rodean. Su actitud, su discurso educado, su pose de dama moderna encubren una crueldad estratégica. El daño que está sembrando no es inmediato, pero es constante, como un veneno lento. Y lo más terrible es que parece tener a todo el mundo engañado… o al menos controlado.

Lorenzo, por su parte, sigue siendo el maestro del doble discurso. Sabe exactamente cómo golpear sin ensuciarse las manos. Y cuando se alía con Leocadia, la combinación es letal. Lo que estamos viendo no es solo un conflicto familiar: es un sistema de abuso estructurado, sostenido por el silencio cómplice de los demás.

Y sin embargo, en medio de este panorama sombrío, hay luces que titilan. La fuerza de Eugenia, la transformación de Manuel, la integridad de Catalina. Y también la esperanza de que la verdad, en algún momento, salga a la luz. Porque todo lo que se está sembrando ahora no puede terminar sin consecuencias.

El clímax se acerca. Todo apunta al bautizo como punto de inflexión. Y no sería extraño que Eugenia, empujada al límite, decida actuar. ¿Hasta cuándo podrá soportar el maltrato? ¿Hasta cuándo podrá contener esa rabia acumulada, ese dolor negado? La venganza, esa que nace no del odio, sino del hartazgo y la desesperación, está a punto de estallar.

Y cuando lo haga, no será solo Eugenia quien pague. En La Promesa, todos los secretos tarde o temprano se descubren. Las máscaras caen. Y entonces veremos de qué están hechos los personajes. Porque esta no es solo la historia de una mujer maltratada… es la historia de una mujer que, aún rota, se niega a ser destruida. La historia de una alma torturada que, quizás, esté a punto de devolver el golpe.

La promesa era un refugio. Hoy es un campo de batalla.

Y esto, promisers… apenas comienza.