La sombra del engaño se cierne sobre La Promesa, y esta vez, el nombre que caerá será uno que hasta ahora había sabido jugar con la confianza y la astucia. Leocadia, envuelta en un halo de aparente generosidad, logra con éxito dar un golpe maestro: regala al palacio una exquisita colección de cuadros y esculturas, ganándose con ello el aprecio y la gratitud del marqués Alonso. Él, aún dolido por la ausencia de Cruz y los últimos conflictos familiares, ve en Leocadia una figura de consuelo, una mujer fuerte que ha sabido estar presente en los momentos más difíciles.

Pero detrás del gesto se oculta un propósito retorcido: infiltrarse en los cimientos de los Luján, ganarse su confianza, y poco a poco, ocupar el lugar que no le pertenece. El marqués, ciego ante las intenciones de la recién llegada, no sospecha que cada obra, cada palabra amable y cada mirada cargada de nostalgia, forman parte de una estrategia letal. Leocadia no busca ser aceptada… busca el poder.

Sin embargo, los planes más perfectos pueden tambalearse por un simple detalle. Y en este caso, un pequeño trazo oculto en una de las pinturas será el inicio del fin para ella.

Todo comenzará con la sospecha de Manuel. Atormentado por la presencia de Leocadia en el palacio, y por el lugar que cada vez ocupa con mayor soltura, decide confrontar a su padre. En una escena cargada de tensión, entra al despacho de Alonso para advertirle: “Deshazte de los cuadros. Leocadia no está aquí por afecto, sino por estrategia.”

Pero Alonso, encerrado en su burbuja de agradecimiento, se niega a escuchar. Cree que su hijo actúa desde el rencor, desde la rabia por la pérdida de Cruz. Y así, con una orden fría, lo expulsa del despacho, negándose a ver lo que ya es evidente para muchos.

Instantes después, como si hubiera estado esperando ese mismo instante, Leocadia entra en el despacho. Con su voz suave, su presencia envolvente y su gesto dolido, manipula con precisión quirúrgica la situación. Finge sorpresa por las acusaciones de Manuel, llora con mesura, y finalmente, lanza una bomba emocional: “Quizás sea mejor que me vaya… o que le pongamos nombre a esto. No puedo seguir siendo una sombra en esta casa.”

Y Alonso, débil y necesitado de compañía, cae en la trampa. Le propone matrimonio. La falsa modestia de Leocadia da paso a una aceptación llena de cálculo. “Por ti, me quedaré”, susurra, sellando así lo que cree su victoria definitiva. Se va de esa sala con la mirada en alto, convencida de que la Marquesa de La Promesa ya tiene nombre… el suyo.

Pero la mañana siguiente traerá consigo la verdad. Bajo una luz gris y un aire pesado, la joven Ángela recorrerá el salón principal. Al pasar frente a una de las pinturas de Leocadia, algo llama su atención: una inscripción oculta en la parte trasera del marco. Curiosa, lo examina. Lo que descubre la deja helada. En letras pequeñas, hay una referencia clara: el cuadro pertenece a una galería privada de Madrid, famosa por haber perdido gran parte de su colección en un misterioso incendio años atrás.

Alarmada, Ángela comienza a revisar más cuadros. Encuentra otras marcas similares: códigos de inventario, nombres de propietarios, fechas exactas. No hay dudas: las obras no son de Leocadia. Son robadas.

Sin perder un segundo, corre en busca de su padre. Alonso, aún impactado por la noche anterior, la recibe sin imaginar lo que está a punto de escuchar. “Padre, estos cuadros son robados. Leocadia nos mintió.” Al mostrarle las pruebas, la expresión de Alonso cambia. Palidece. Toma el cuadro entre sus manos, observa las marcas… y la verdad lo golpea de frente.

En ese instante, el escándalo se desata.

Los criados comienzan a reunirse. La tensión se hace palpable. Leocadia entra en el salón con su habitual sonrisa, hasta que se detiene en seco al ver a Alonso y Ángela con uno de los cuadros en las manos. “¿Qué sucede?”, pregunta fingiendo ingenuidad. Pero la voz del marqués ya no es suave. Es dura. “Explícame qué es esto. Quiero la verdad.”

Ella intenta justificarlo: “Los compré en ferias, en colecciones privadas…” Pero Ángela no cede: “Son robados. Están catalogados. Lo sé. Lo vi en los periódicos. Las inscripciones lo confirman.”

Y entonces, con el rostro desencajado, aparece Manuel. Ha escuchado todo. “¡Te lo advertí, padre! ¡Nos mintió a todos!” La verdad, finalmente, ha salido a la luz.

Alonso, furioso, se encara con Leocadia. “¿Has usado esta casa para encubrir un delito? ¿Has traído obras robadas a mi palacio?” Ella intenta defenderse, pero ya es inútil. La máscara que tanto le costó mantener se resquebraja. La autoridad del marqués cae con fuerza: “Quiero que tomes tus cosas y desaparezcas de aquí. Ahora mismo.”

Leocadia comprende que ha perdido. Su gran teatro, su mejor actuación, ha sido destruida por un detalle que jamás previó: la mirada atenta de una joven que no temió levantar un cuadro.

Lo que vendrá después será aún peor para ella. Las autoridades serán notificadas. La procedencia de las obras se comprobará oficialmente. Y con ello, no solo será expulsada de La Promesa, sino llevada ante la justicia por tráfico y ocultamiento de patrimonio robado. Su caída será tan estrepitosa como su ascenso fue calculado.

Mientras tanto, Alonso, devastado, se encerrará en sí mismo, cargando la culpa de haber sido engañado tan profundamente. Manuel y Ángela se mirarán con complicidad, sabiendo que, esta vez, el mal ha sido desenmascarado a tiempo.

Y Leocadia, arrastrada entre gritos y miradas acusadoras, saldrá por la gran puerta del palacio… no como Marquesa, sino como prisionera.

Así, La Promesa vuelve a demostrar que entre sus muros no hay mentira que dure para siempre. Solo hace falta un detalle, una grieta, para que toda una farsa se derrumbe.