La felicidad parecía finalmente al alcance de Catalina. Tras tantos tropiezos, lágrimas y traiciones, el amor volvía a tocar su puerta con la fuerza de un vendaval dispuesto a arrasar con todo lo viejo y construir algo nuevo. Adriano, decidido y conmovido tras descubrir que es el padre de los gemelos de Catalina, no tarda en pedirle matrimonio. Quiere formar una familia de verdad, criar a los niños juntos, reparar sus errores, reconstruir lo roto… y amarla como nunca antes.

Catalina, desconfiada pero esperanzada, le pone condiciones claras: nada de desapariciones, nada de secretos, y nada de medias tintas. Si él la quiere, debe hacerlo con todo lo que implica: compromiso, respeto… y un altar. Adriano acepta sin titubeos. Se arrodilla ante ella y ante los pequeños que ahora reconoce como suyos. Entre lágrimas contenidas y una risa nerviosa, Catalina acepta: se casarán la próxima semana.

La noticia del compromiso corre por La Promesa como pólvora encendida. Hay quienes sonríen con ternura, pero no todos celebran. Manuel, el hermano de Catalina, lo enfrenta. Le advierte que no permitirá que su hermana sufra una vez más. Adriano escucha con respeto y jura que esta vez no fallará. Está dispuesto a todo por Catalina y por los niños.

Los días siguientes se llenan de preparativos. El jardín se transforma poco a poco en un escenario digno de una historia de amor que renace entre cenizas. Catalina se involucra en cada detalle, con Adriano siempre a su lado. Todo parece avanzar hacia un final feliz.

Pero el destino, cruel y caprichoso, tiene otros planes.

El día de la ceremonia, el cielo está despejado, las flores frescas y el altar, montado bajo un majestuoso árbol cubierto de blanco. Los invitados toman asiento. Manuel, solemne, observa con orgullo. Curro, emocionado, no pierde detalle. Los gemelos, en brazos de sus niñeras, asisten como angelitos silenciosos al enlace que parece sellar la paz de su madre.

Adriano aparece impecable, pero es la entrada de Catalina la que corta la respiración de todos. Con paso firme y mirada decidida, camina hacia el altar, vestida de blanco y envuelta en la elegancia de quien ha vencido al dolor. Padre Samuel abre el libro, comienza a hablar sobre el amor, la verdad, la redención… hasta que lanza la gran pregunta:

—Catalina de Luján, ¿aceptas a este hombre como tu legítimo esposo?

Catalina sonríe, los ojos llenos de lágrimas. Está a punto de responder cuando…

—¡Detengan todo! ¡Esta ceremonia no puede continuar!

Una voz estridente rompe la armonía como un trueno en plena calma. Un murmullo tenso recorre a los invitados. Todos giran la cabeza. Desde los arbustos, desaliñado y con el rostro descompuesto, aparece Pelayo.

El fantasma del pasado ha vuelto.

—¡No pueden casarse! —grita, avanzando hacia el altar—. ¡Catalina, vine por ti! ¡Vine a recuperar lo que es mío!

Manuel se interpone, furioso.

—¿Estás loco? ¡La abandonaste! ¡Y ahora vuelves el día de su boda!

Catalina, helada por la sorpresa, da un paso al frente, la voz hecha cuchilla:

—¡No tienes derecho a estar aquí, Pelayo! Me dejaste embarazada. Sola. Me destruiste.

—¡Sé que son mis hijos! —insiste él—. Catalina, dime que aún me amas, que recuerdas nuestros planes…

Pero ya no hay espacio para promesas rotas.

Adriano se adelanta, firme:

—Tú no estuviste cuando ella lloraba. No estuviste cuando tuvo miedo. Yo estuve. Yo soy el padre.

Pelayo lo encara, lleno de rabia:

—¡Tú siempre fuiste el segundo! Catalina me amó primero. ¡Ella es mía!

Pero Catalina lo interrumpe con voz firme y clara:

—Tú no eres el padre. Un padre no abandona. Y tú desapareciste cuando más te necesitaba. Adriano se quedó. Adriano luchó. Adriano me ama de verdad.

Pelayo, desesperado, lanza su amenaza final:

—¡Me lo debes, Catalina! ¡Esto no se va a quedar así!

Manuel no lo deja avanzar más:

—Si no te vas ahora mismo, saldrás de aquí en brazos de la Guardia Civil.

Pelayo, derrotado, observa el rostro de Catalina, ahora tan lejos de él, y se retira en silencio, tragado por los mismos arbustos por los que irrumpió.

El silencio pesa como plomo.

Catalina vuelve al altar, se ajusta el velo con una serenidad admirable, mira al sacerdote y dice:

—Podemos continuar.

Adriano le toma la mano con más fuerza que nunca. Y así, entre el murmullo atónito de los invitados y la certeza de haber vencido a su peor sombra, Catalina de Luján no solo acepta a un hombre como esposo. Acepta su libertad. Su fuerza. Su renacimiento.

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