En el majestuoso pero sombrío universo de La Promesa, el sol, que antaño iluminaba esperanzas y secretos a partes iguales, ahora parece arder con la intensidad de las mentiras que se tejen en sus intrincados pasillos. La atmósfera, cargada de una tensión palpable, presagia una tormenta de revelaciones que amenaza con arrasar con todo a su paso.
En el epicentro de esta creciente turbulencia se encuentra Eugenia, la frágil hermana de la marquesa, quien, presa de visiones aterradoras y alucinaciones que la sumen en una espiral de locura, está a punto de ser desterrada de su propio hogar. Sus verdugos, los astutos y despiadados Lorenzo de la Mata, Conde de Añil, y su consorte en la infamia, Leocadia, han orquestado meticulosamente su caída, preparándose para asestar el golpe final que la despojará de su libertad y la confinará en la oscuridad de un sanatorio.
Sin embargo, cuando todo parece abocado a un trágico final, un inesperado rayo de esperanza atraviesa la densa oscuridad que envuelve La Promesa. Manuel, el joven marqués, regresa, transformándose en un héroe insospechado en esta encrucijada crítica. ¿Logrará rescatar a su tía de las garras de la locura inducida antes de que sea demasiado tarde? ¿Qué oscuros secretos han intentado silenciar con la insidiousa arma del veneno? Esta es una historia de traición que corroe el alma, de una locura cuidadosamente cultivada y de una justicia que pende de un hilo, al borde del abismo.
El sol de la mañana, que habitualmente anunciaba un nuevo día lleno de posibilidades en La Promesa, parecía hoy teñido de una melancolía opresiva, filtrándose con dificultad a través de las rendijas y las ventanas entornadas del palacio. En los largos y silenciosos pasillos, la atmósfera era densa, premonitoria, como la calma que precede a la más violenta de las tempestades.
Y la tempestad, urdida con la paciencia implacable de una araña tejiendo su red, tenía un nombre: Eugenia, o más bien, la sistemática destrucción de los últimos vestigios de su cordura. Lorenzo de la Mata, el taimado Conde de Añil, y su cómplice en la infamia, la aparentemente inofensiva Leocadia, observaban desde una distancia calculada la lenta y dolorosa desintegración de su víctima.
Durante semanas, habían llevado a cabo su sutil asedio, una guerra psicológica de nervios y susurros envenenados, erosionando la ya frágil estabilidad mental de Eugenia. Ahora, el golpe final, la culminación de su cruel plan, estaba peligrosamente cerca. Eugenia, cuya mente siempre había sido delicada como un cristal antiguo, había comenzado a mostrar signos alarmantes: olvidos cada vez más frecuentes que la sumían en la confusión, terrores nocturnos que la despertaban bañada en un sudor frío y paralizante, y una creciente desconfianza paranoica hacia todo y hacia todos los que la rodeaban.
Sin embargo, lo peor estaba aún por llegar, gracias al ingenio diabólico de Lorenzo y a la pericia herbolaria de Leocadia, una combinación letal de manipulación psicológica y conocimiento de las propiedades ocultas de las plantas. La noche anterior se había desarrollado como una escena sacada de una tragedia griega, con la inocencia a punto de ser sacrificada en el altar de la ambición desmedida.
Lorenzo, maestro consumado del engaño, había adoptado su papel más convincente: el del esposo solícito y profundamente preocupado. Se deslizó en los aposentos de Eugenia con la suavidad espectral de una sombra, encontrándola acurrucada en su lecho, la mirada perdida en los intrincados bordados del dosel. “Mi querida Eugenia”, su voz, un bálsamo envenenado, acarició el aire de la habitación. “Te veo tan atribulada. Permíteme aliviar un poco esa tensión que te consume.”
Eugenia, exhausta tras días de insomnio tortuoso y una angustia que le roía el alma hasta la médula, apenas tuvo fuerzas para asentir. La soledad se había convertido en una compañera tan constante y opresiva que cualquier atisbo de cercanía, incluso la de aquel hombre al que en lo más profundo de su corazón intuía como una amenaza latente, se presentaba como un respiro momentáneo en su creciente desesperación.
“Estás tan pálida, amor mío”, continuó Lorenzo, sentándose con una delicadeza estudiada al borde de la cama. Tomó uno de sus pies fríos y delgados entre sus manos expertas. “Un masaje te sentará de maravilla. Leocadia ha preparado unos aceites esenciales que son un verdadero prodigio para calmar el espíritu.”
Eugenia cerró los ojos, una lágrima solitaria escapando de entre sus párpados y deslizándose lentamente por su sien. Se sentía a la deriva, como un barco sin timón azotado por las furiosas olas de un océano embravecido. Quizás, solo quizás, este pequeño gesto de aparente afecto podría anclarla de nuevo a la realidad, devolverle una sensación fugaz de paz.
El aroma que se desprendió del frasco que Lorenzo destapó era dulce, casi empalagoso, con notas predominantes de lavanda y sándalo, entrelazadas con algo más, una esencia exótica y penetrante que Eugenia no supo identificar. En un primer instante, la fragancia resultó ligeramente relajante. Lorenzo comenzó su labor con una parsimonia calculada, sus dedos masajeando con firmeza, pero sin brusquedad, los tobillos de Eugenia, ascendiendo lentamente por sus pantorrillas.
“Necesitas relajarte”, susurró Lorenzo, inclinándose hasta que su aliento cálido rozó el oído de Eugenia, provocándole un escalofrío involuntario. “Estás muy tensa últimamente. Parece que el mundo entero pesa sobre tus hombros.”
“No lo sé, Lorenzo. No lo sé”, murmuró ella, su voz apenas un hilo de desesperación. “Todo es confuso. Hay sombras donde antes había luz… y voces. A veces oigo voces que me llaman.”
Lorenzo sonrió para sus adentros, saboreando el éxito temprano de su plan. Las primeras semillas de la duda, cuidadosamente regadas por sus propias insinuaciones y las de Leocadia, ya estaban germinando en la mente perturbada de Eugenia. “Son solo los nervios, querida. El estrés acumulado”, dijo con fingida ternura. “Este aceite te ayudará. Leocadia es una maestra en estas artes. Ha escogido cada componente con sumo cuidado, buscando potenciar la calma, la serenidad.”
Pero la verdad era mucho más siniestra y retorcida. Aquellos discretos elementos naturales eran en realidad extractos de plantas poco conocidas, manipuladas con una precisión casi alquímica para inducir estados alterados de conciencia, para potenciar delirios latentes y desencadenar crisis psicóticas devastadoras. Las manos frías y firmes de Lorenzo esparcieron el aceite envenenado por la piel pálida de Eugenia, siguiendo el ritual con una tranquilidad que rozaba la crueldad, consciente de que cada caricia era un paso más hacia el abismo de la locura. “Duerme ahora, Eugenia. Mañana te sentirás renovada”, concluyó, depositando un beso gélido en su frente antes de retirarse, dejando tras de sí el persistente y engañoso aroma de la traición.
A la mañana siguiente, el veneno comenzó a surtir su efecto devastador con una crueldad implacable. Antes de que el sol alcanzara su punto álgido en el cielo, Eugenia despertó sobresaltada en su lecho. Su corazón galopaba desbocado en su pecho como un animal salvaje enjaulado, sus ojos se abrieron de par en par, fijos en un punto invisible del techo. Sus manos crispadas se aferraban con desesperación a las sábanas, como si temiera caer en un precipicio insondable. La luz que se filtraba a través de las rendijas de la ventana ya no era la luz familiar de cada amanecer; ahora se doblaba y se retorcía ante sus ojos aterrorizados, transformándose en sombras monstruosas que reptaban por las paredes de la habitación, acercándose a ella con intenciones malévolas. Voces indistintas, susurros sibilantes y acusadores resonaban en los rincones oscuros de la estancia, burlándose de ella, acusándola de crímenes inconfesables.
“No…”, murmuró Eugenia, llevándose las manos temblorosas a la cabeza, intentando desesperadamente apartar aquellas imágenes aterradoras, aquellos sonidos fantasmales que parecían nacer de sus propios miedos más profundos. De pronto, una figura espectral se materializó ante sus ojos. Imponente y terrible en su presencia. No era una sombra informe, sino una presencia dolorosamente familiar: la de Cruz, su cuñada. Pero no la Cruz humillada y encarcelada que conocían ahora, sino la Cruz de años atrás, en la cúspide de su poder, altiva, elegante, con aquella mirada gélida capaz de helar la sangre incluso en los días más calurosos del verano.
“Nunca serás lo suficientemente fuerte, Eugenia”, la voz de la visión era un susurro cortante, cargado de un desprecio helador. “Siempre serás una carga, una sombra inútil arrastrándose por los rincones de esta casa que nunca te ha pertenecido realmente.”
Eugenia lanzó un grito ahogado, un gemido desgarrador de puro terror, y arrojó el cojín más cercano contra la figura fantasmal. El cojín atravesó el espectro sin resistencia alguna y golpeó la pared con un ruido sordo. No había nada allí, solo el eco de su propia desesperación rebotando en las paredes de su mente torturada. “No… déjame en paz…”, balbuceó, la mirada perdida en la nada, su cuerpo temblando incontrolablemente.
Se tambaleó hasta el tocador, aferrándose a su borde en busca de un atisbo de lucidez, de algo sólido a lo que asirse en aquel torbellino de locura que la consumía. Su reflejo en el espejo era el de una extraña: el cabello revuelto y cayéndole sobre el rostro pálido, los ojos desorbitados y llenos de pánico, el rostro desencajado por el terror. Pero la tormenta en su interior no amainaba. Una nueva aparición surgió junto a la cama. Esta vez era Yana, la joven doncella cuya trágica muerte aún resonaba en los pasillos de La Promesa. Su rostro era sereno, pero teñido de una profunda e insondable tristeza.
“Me fallaste”, dijo el espectro de Yana, su voz distante, como llegada de ultratumba. “Dejaste que me llevaran. Prometiste ayudarme… y me abandonaste.”
Eugenia cayó de rodillas, el aire escapando de sus pulmones en un sollozo desgarrador. Esta visión era, si cabe, más dolorosa que la de Cruz. La culpa, un sentimiento que había intentado sofocar durante tanto tiempo, la golpeó con la fuerza devastadora de un ciclón. “No… no podía hacer nada…”, gritó entre lágrimas que surcaban sus mejillas. “Lo intenté… te juro que lo intenté… era demasiado peligroso… ellos son demasiado poderosos…”
En ese preciso instante, la puerta de la habitación se abrió de golpe. Alonso, marqués de Luján, alertado por los gritos desesperados que resonaban por toda el ala del palacio, entró apresuradamente. La escena que encontró lo dejó paralizado por el horror. Su hermana, la siempre contenida y digna Eugenia, se encontraba en un estado de completo colapso, arrodillada en el suelo, con el cabello desordenado cayéndole sobre el rostro y la mirada fija en un punto invisible, murmurando palabras inconexas que revelaban la tortura de su mente. “Eugenia, por Dios, Eugenia, ¿qué te pasa?”, exclamó Alonso, corriendo hacia ella con el espanto dibujado en sus facciones. Pero cuando intentó ayudarla a levantarse, Eugenia lo apartó violentamente con una fuerza que Alonso nunca le había conocido.
“¡No me toques!”, gritó con una rabia desconocida, sus ojos inyectados en sangre. “Tú eres el culpable de todo esto.”
Alonso retrocedió estupefacto ante la acusación inesperada. “¿Culpable? ¿Culpable de qué, Eugenia? Intento ayudarte.”
“¡De todo!”, lo acusó Eugenia, su voz tomada por una histeria que la desfiguraba. “Tú permitiste que todos entraran en esta casa, que la invadieran, que hirieran a los que quiero.” Señaló con un dedo tembloroso cada rincón de la estancia, como si viera enemigos ocultos acechando en cada sombra. “Nunca pusiste límites, nunca nos protegiste. Esta casa… esta casa es mi cárcel… por tu culpa… y por la de ella”, añadió, aunque no estaba claro a quién se refería en ese momento de delirio.
Alonso intentaba articular palabra, buscar una explicación lógica a aquel comportamiento errático y aterrador, pero Eugenia ya estaba completamente sumida en la confusión más absoluta, un torbellino de acusaciones sin sentido y miedos irracionales.
En ese instante crítico, Curro, el joven hijo de Lorenzo, aunque criado en La Promesa como sobrino de Eugenia, irrumpió en la habitación, atraído también por el creciente alboroto. Su rostro reflejaba una angustia palpable al ver a la mujer que consideraba su madre en un estado tan lamentable. “Madre…”, exclamó con la voz quebrada por la preocupación. “Madre, ¿qué está ocurriendo? ¿Estás bien?” Se arrodilló junto a ella, intentando tomar sus manos, buscando desesperadamente conectar con la mujer que siempre le había mostrado, a su peculiar manera, un cariño protector.
Pero la Eugenia que lo miró fijamente no era la mujer dulce y melancólica que él conocía. Sus ojos, antes llenos de una tristeza resignada, ahora ardían con un fuego de desprecio y acusación. “Tú… Siseo…”, siseó Eugenia, apartando bruscamente las manos de Curro como si quemaran. “Otro más. ¿Crees que no sé quién eres? Dicen que eres mi hijo, pero no eres más que un bastardo inútil, como todos los demás que me rodean. ¡Vosotros sois los culpables de mi desdicha! Tú también. Por tu culpa, Yana se fue. Por tu debilidad, por tu incapacidad de ver la verdad.”
Curro quedó paralizado, el pecho atravesado por aquellas palabras crueles e injustas. Eran como puñales directos al corazón. Su madre, la mujer que, pese a sus excentricidades, siempre había sido un refugio en su joven vida, ahora lo repudiaba con una virulencia aterradora. “Mamá, soy yo, Curro, tu hijo”, insistió con lágrimas asomando a sus ojos y la voz temblorosa. “Por favor, mírame. ¿No me reconoces?”
Pero Eugenia se levantó de un salto, como impulsada por un resorte invisible, y lo empujó con tal fuerza que Curro casi pierde el equilibrio. “¡Fuera, fuera de aquí!”, gritó señalándolo con el dedo, su rostro contorsionado por una furia incontrolable. “¡Traidor! ¡Bastardo! No quiero volver a ver tu cara jamás. Lárgate con los otros que conspiran en mi contra.”
Curro se quedó de rodillas, en estado de shock, incapaz de procesar la brutalidad de la escena. ¿Qué había pasado? ¿Qué le habían hecho a su madre para transformarla en esa mujer llena de odio y delirio? El dolor de su rechazo era físico, una opresión angustiante en el pecho que le impedía respirar.
Mientras tanto, Alonso, con la ayuda de una doncella que había acudido alarmada al oír el escándalo, intentaba contener a Eugenia, que ahora caminaba frenéticamente de un lado a otro de la habitación como una fiera enjaulada, tirándose del cabello, llorando desconsoladamente y murmurando una letanía de nombres, fechas y recuerdos fragmentados. Un rosario de dolor y confusión: “Cruz… Jana… Dolores… Alonso… la finca… traición… el disparo… dolor… tanto dolor… Quieren volver a encerrarme… ¡no lo permitiré!”
En el pasillo contiguo, ocultos tras la puerta entreabierta, Leocadia y Lorenzo observaban la dantesca escena con una satisfacción mal disimulada. Su plan, urdido con paciencia y crueldad, estaba funcionando a la perfección. La locura de Eugenia, cuidadosamente cultivada con el veneno insidioso, la estaba aislando de todos los que podrían sospechar de su manipulación. El camino hacia su internamiento en el sanatorio, donde podrían silenciarla para siempre, parecía ahora inevitable. Pero lo que ellos ignoraban era que un testigo silencioso, un joven marcado por el dolor y la confusión, comenzaba a atar cabos, a percibir las oscuras sombras que se cernían sobre la cordura de su madre. Manuel había regresado a La Promesa, y su instinto protector y su agudo sentido de la justicia estaban a punto de desvelar la verdad oculta tras el veneno de Eugenia.