LA PROMESA… LEOCADIA NO PERDONA: LA VERDAD QUE NADIE QUERÍA ESCUCHAR

Era el día que debía estar marcado por la dicha, el amor y el inicio de una nueva vida. Catalina, vestida de blanco, estaba frente al altar, con la emoción a flor de piel y la mano firme de Adriano dándole la seguridad que necesitaba para pronunciar el “sí, acepto”. Todo parecía perfecto: la capilla rebosaba de flores blancas, la luz atravesaba los vitrales con dulzura, y el padre Samuel se acercaba al momento clave de la ceremonia. Pero en ese instante exacto, el destino, cruel y puntual, decidió intervenir.

Un grito rasgó el aire como una daga:
—¡Deténganse ahora mismo!

Las miradas se volvieron con sobresalto. En la entrada, vestida de negro como una sentencia, apareció Leocadia. Su sola presencia bastó para congelar la sala. Avanzó con paso decidido, el rostro imperturbable, la mirada como hielo y la voz cargada de un veneno que no necesitaba gritar para herir.

—Catalina —dijo, sin perder un segundo—, ¿de verdad creías que podrías ocultármelo?

Adriano se interpuso, instintivo, intentando proteger a su prometida.
—Esto es una ceremonia privada. Te pedimos que te vayas.

Pero Leocadia no venía sin propósito.

—Estoy aquí porque tengo algo que decir. Algo que cambiará todo. Catalina, ¿realmente conoces al hombre con el que estás a punto de casarte?

El silencio fue absoluto. La tensión crecía como un incendio, devorando los últimos restos de paz en la capilla. Leocadia no titubeó: habló con seguridad, con rencor antiguo y con la precisión de quien sabe que está a punto de dinamitar una vida entera.

—Adriano no ha sido del todo sincero. Su padre, ese hombre que todos creíamos desaparecido, está vivo. Y no solo eso. Está en contacto con él… Y le ha enviado dinero. Mucho dinero.

De su abrigo sacó una carta y la tendió a Manuel, el marqués.

—Aquí está la prueba. Una bendición paterna, acompañada de un generoso aporte económico. ¿De verdad pensaban que no lo descubriría?

Manuel leyó la carta. Su rostro se volvió una sombra de sí mismo. Todos esperaban su reacción. Simona no sabía a dónde mirar, el sacerdote se mantenía en silencio y Catalina… Catalina no podía moverse.

—¿Es cierto? —preguntó con voz quebrada—. ¿Aceptaste ese dinero?

Adriano tardó en responder, pero cuando lo hizo, su voz fue firme:

—Mi padre intentó redimirse. Me envió esa carta sin que yo la pidiera. Jamás utilicé ese dinero. Nunca fue parte de nuestros planes, Catalina.

—¿Y por qué no me lo dijiste? —susurró ella, destrozada.

Entonces Leocadia remató su golpe.

—Adriano no es su padre, es cierto. Pero esa sangre corre por sus venas. Y tú, Catalina, estás a punto de unir tu vida a la suya sin saber si algún día esa herencia no reclamará su precio.

En ese momento, Manuel se acercó a su hija. Su mano temblorosa en su hombro fue todo lo que necesitó para saber que lo que venía a continuación sería devastador.

—Esta unión no puede continuar así. Hay sombras muy densas alrededor de este enlace. Y hasta que no se disipe cada duda, no puedo permitir que avances.

Catalina bajó la mirada. Todo su mundo temblaba. ¿Realmente conocía al hombre que amaba?Uploaded image

Adriano, sin embargo, no se escondió. Dio un paso al frente, con el pecho erguido y la voz firme:

—Marqués, no elegí a mi padre, pero cada día elijo no ser como él. Mis sentimientos por Catalina’s son verdaderos. Y puedo demostrar que ni una flor, ni un anillo, ni un solo detalle de esta boda fue financiado con ese dinero. Se lo demostraré.

La sinceridad de Adriano provocó un silencio distinto: uno cargado de esperanza. Catalina lo miraba con los ojos humedecidos. Aún dudaba, pero quería creer. Necesitaba creer.

Y entonces, con una determinación que solo puede nacer del amor verdadero, Catalina se enfrentó a su padre.

—Papá —dijo—, Leocadia tal vez te haya contado verdades a media. Pero tú me conoces. Sabes que no me uniría a alguien deshonesto. Adriano puede haber cometido un error, pero no es un hombre corrupto. No dejes que Leocadia destruya lo que hemos construido.

El marqués la observó largamente, con el corazón dividido entre el deber y el amor de padre. Finalmente, habló.

—Quiero pruebas. No solo palabras. Si puedes demostrar lo que dices, Adriano, entonces te daré mi bendición.

—Mañana por la mañana —respondió él sin dudar—, tendrás todos los documentos. Catalina merece la verdad… y merece paz.

Leocadia, viendo que el control se le escapaba, trató de intervenir una vez más.

—No se dejen engañar. Hasta la mentira más hábil puede parecer verdad en boca de un buen actor.

Pero esta vez, sus palabras no surtieron efecto. El marqués no respondió. Simplemente se giró y dijo:

—Los espero mañana. Sin más engaños.

Y se fue.

Lo que debía ser el día más feliz de sus vidas, terminó suspendido en una incertidumbre tan densa como el silencio que quedó atrás. Catalina y Adriano se miraron con un abismo entre ellos… y la promesa de reconstruir un puente.

¿Tú qué harías? ¿Perdonarías a quien intentó protegerte a su manera o dejarías que las sombras del pasado se impusieran al presente? Déjanos tu opinión. Y no te pierdas el próximo episodio, porque lo que viene será más revelador, más intenso… y más peligroso. Porque La Promesa aún guarda secretos. Y Leocadia… no ha dicho su última palabra.

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