La casa más imponente de Luján se convierte en escenario de un auténtico infierno cuando Eugenia, desgarrada por el dolor, la traición y la manipulación, se quiebra en mil pedazos. Su despertar no es uno común. Es el inicio de una pesadilla sin fin. Despierta jadeando, con las sábanas empapadas en sudor y el alma hecha trizas. Las paredes parecen cerrarse sobre ella, las sombras se deforman y rostros del pasado –Cruz, Hana, viejas heridas sin cerrar– cobran vida para lanzarle reproches como cuchillos.
Alonso acude de inmediato, alertado por sus gritos. La encuentra de rodillas, pálida, en pleno brote psicótico. Pero cuando intenta ayudarla, Eugenia lo rechaza con una violencia desgarradora. “¡Tú eres el culpable! Esta casa es una maldición y tú la dejaste envenenar”, le grita, escupiendo años de silencio y dolor contenido. Las paredes tiemblan con su verdad.
Curro llega con el corazón en la mano, con la esperanza de encontrar a su madre aún lúcida… pero ya es tarde. Ella no lo reconoce. Lo acusa. Lo culpa. “An murió por tu culpa”, le lanza con voz trémula, como una sentencia final. Curro, roto, se derrumba, incapaz de entender cómo el amor de una madre puede desaparecer tan de repente. Y detrás de la puerta, como dos cuervos al acecho, observan Leocadia y Lorenzo. Se miran, se entienden sin palabras. “Mucho más rápido de lo que pensábamos”, susurra ella. “Ya no reconoce ni a su propio hijo”, añade él con una mueca de triunfo. Lo han conseguido. Eugenia está completamente fuera de control… o eso parece.
El siguiente paso es más sencillo: convencer a Alonso de internarla. Leocadia se coloca la máscara de la cuñada preocupada y dulce, esa que sabe usar como nadie. Le toma la mano a Alonso, le susurra con voz temblorosa que “es por su bien, podría ser peligrosa”. Y Alonso, agotado, resignado, termina cediendo. Lo que no sabe es que está cayendo en una trampa perfectamente tejida.
Pero no todos duermen. Manuel empieza a sospechar. Los tiempos no cuadran, los síntomas aparecen de golpe, y los detalles más pequeños empiezan a delatar algo mucho más oscuro. No fue una caída natural. Fue provocada. Y detrás de todo esto hay una fórmula macabra: los masajes “curativos” de Lorenzo, las infusiones de Leocadia, las esencias con olores suaves pero efectos devastadores. Un veneno invisible, meticuloso, disfrazado de cuidado. Cada roce, cada “relájate” de Lorenzo, cada aceite sobre la piel de Eugenia, era parte de un ritual de destrucción. Una dulce trampa perfumada.
Mientras tanto, Eugenia vaga por su habitación, rota, pronunciando nombres que ya no puede ordenar: “Cruz… Dolores… Curro…” Las palabras salen como lamentos, mientras la realidad se deshace a su alrededor. Y en ese instante, Manuel lo ve claro: no está loca. Está siendo destruida.
Manuel intenta intervenir. Sube las escaleras, se cuela en la habitación donde Eugenia murmura con desesperación nombres y verdades que nadie quiere oír. Pero justo entonces Alonso irrumpe con los médicos. “¡Aléjate de ella!”, ordena. Los hombres de blanco la sujetan mientras ella grita con fuerza desgarradora: “¡Son ellos! ¡Ellos son los culpables!” Pero el sedante hace efecto. Eugenia cae. Se la llevan como un estorbo. Y en el pasillo, Leocadia, con una sonrisa apenas perceptible, celebra su victoria.
Sin embargo, lo que creían una victoria absoluta se convierte pronto en su error fatal. Al día siguiente, el silencio sepulcral de La Promesa se rompe con el sonido de una carroza. Todos miran desde las ventanas. Y de ella baja Manuel. A su lado, Eugenia. Viva. En pie. Frágil, pero con la cabeza alta. Lucidez en los ojos. Firmeza en la voz.
Los murmullos se apagan. Las miradas se congelan. Y Leocadia, pálida como un cadáver, desciende las escaleras. “¿Qué significa esto? ¡Ella debía estar internada!” exclama fuera de sí. Pero Manuel la enfrenta. “Significa que tu plan ha fallado.”
El atrio estalla en un silencio atronador. Los criados, atónitos. Alonso, incapaz de hablar. Y Eugenia da un paso al frente junto a Curro. “No volveremos a permitir que destruyan a esta familia”, declara con voz firme. La verdad, por fin, empieza a emerger. Manuel desenmascara a Leocadia frente a todos: los aceites envenenados, las hierbas manipuladas, la campaña psicológica diseñada para quebrar la mente de Eugenia. Todo sale a la luz. El castillo de mentiras empieza a derrumbarse.
Leocadia, acorralada, intenta recuperar el control. “¿De qué estás hablando?”, finge indignación. Pero su máscara ya no sirve. La mirada de Manuel es fuego. “De ti. De Lorenzo. De cómo manipularon a Eugenia, de cómo intentaron destruirla como lo hicieron con Hann…”
Y aquí llega la pregunta que arde en la piel de todos: ¿hasta dónde ha llegado Leocadia? ¿Está implicada también en la desaparición de Hann?
El horror apenas comienza a desvelarse. En los próximos capítulos, la tensión se eleva a un nivel insoportable. Lorenzo y Leocadia están contra las cuerdas, pero aún no han caído del todo. ¿Podrán librarse con una última jugada? ¿O será Manuel quien finalmente les dé la estocada final?
Una cosa es segura: la promesa está a punto de romperse o de cumplirse… con sangre y justicia.
Y tú, ¿crees que Leocadia es la mente maestra de todo este infierno? Déjalo en los comentarios. Y si esta escena te dejó sin aliento, no te pierdas el próximo episodio. Porque ahora, la verdad ya no puede detenerse.