Cuando la oscuridad parecía haber echado raíces en los muros del palacio de La Promesa, cuando la tristeza pesaba como plomo sobre el alma de Manuel y la intriga tejía su red más perversa, el destino da un giro impensado. En medio de una velada cargada de silencios y cuchillos invisibles, cuando Lisandro se deleitaba en desangrar emocionalmente a su presa favorita, el regreso más temido —y a la vez más anhelado— se materializa en el umbral del salón: ¡Jana está viva!
Su aparición fue un trueno en una noche serena. Sin necesidad de palabras, su sola presencia paralizó a todos. Jana, vestida con la serenidad de quien ha conocido el abismo y ha regresado, camina con paso firme entre los presentes, cada uno clavando en ella una mirada que mezcla asombro, temor y vergüenza. La mujer que todos creían muerta ha regresado no solo a reclamar su lugar, sino a encender la mecha que hará volar por los aires las mentiras que se han apilado como una torre podrida.
Pero para llegar a ese instante, la tensión tuvo que alcanzar su punto máximo.
Durante días, Lisandro había convertido la existencia de Manuel en una tortura refinada. Como un verdugo que goza afilando su cuchillo, el supuesto duque atacaba con comentarios venenosos, revestidos de cortesía hipócrita. Día tras día, lo provocaba con una sonrisa cruel, como si cada palabra estuviera diseñada para abrir de nuevo la herida que dejó la supuesta pérdida de Jana.
«Vaya, Manuel… sigues con esa cara de alma en pena. ¿Aún lloras por ella o ya estás buscando reemplazo?», susurraba Lisandro con aire condescendiente, dejando que sus palabras flotaran como dagas envenenadas. Su crueldad no se limitaba a lo privado; durante almuerzos, caminatas o en presencia de otros invitados, se deleitaba insinuando que Manuel se marchitaba como un niño débil, incapaz de superar el luto.
Manuel soportaba. Apretaba los dientes, contenía las lágrimas, disimulaba su rabia. Pero el dolor no se disolvía: ardía. Era una herida abierta que Lisandro azuzaba con sal y desprecio. La tensión era un incendio contenido. Solo hacía falta una chispa.
Y esa chispa llegó.
Fue durante una elegante cena en el salón principal. Todos estaban allí: Alonso, el marqués, intentando mantener las apariencias; Leocadia, acechando en silencio; Curro, observando como un centinela preocupado. Lisandro se acomodaba cerca del fuego, erguido como un depredador satisfecho, mientras el resto intentaba navegar la velada como si no estuvieran a punto de naufragar.
Y entonces, con una voz cargada de veneno, lanzó la puñalada final:
«Acepta de una vez, Manuel. Jana se ha ido. No volverá. Nunca.»
Fue como si el universo se detuviera. Manuel, desgarrado por dentro, dejó que la furia tomara el control. Se levantó con un rugido contenido, cruzó la sala como un rayo y, sin más, descargó su puño contra el rostro de Lisandro. El golpe fue devastador. La máscara del duque se quebró, al igual que la porcelana de una mesita que se llevó por delante al caer.
Gritos. Caos. Curro y Alonso lo detienen, lo sujetan con desesperación mientras él grita entre lágrimas:
«¡Se lo merece! ¡Es un miserable!»
Pero lo que nadie esperaba sucedió justo entonces.
La puerta se abrió.
Y apareció ella.
Jana. Viva. Serena. Indómita.
El salón quedó petrificado. Lisandro, aún en el suelo, palideció al verla. Su sonrisa burlona se evaporó. La mentira que había construido cuidadosamente con Leocadia durante semanas comenzaba a desplomarse como un castillo de naipes.
Curro soltó a Manuel. Alonso se quedó sin aliento. Las criadas dejaron caer las bandejas. Y Jana, con la mirada fija en el traidor, avanzó como un huracán contenido.
«Ya es suficiente, Lisandro», dijo con una voz que resonó como un trueno suave.
«Tú y Leocadia habéis jugado con todos. Pero ahora, la verdad sale a la luz.»
Las revelaciones que siguieron rompieron todas las estructuras de La Promesa. Jana comenzó a narrar lo que había vivido: cómo fue traicionada, cómo intentaron deshacerse de ella, cómo Lisandro y Leocadia urdieron un plan para destruir a Manuel, debilitándolo poco a poco hasta convertirlo en un títere emocional.
«Querían apoderarse de todo», explicó. «Del poder, del patrimonio, del control sobre esta casa. Y para eso, necesitaban destruir a su heredero.»
Las miradas se dirigieron entonces a Leocadia, que, por primera vez, temblaba. El castillo de mentiras que había edificado empezaba a agrietarse, y la presencia de Jana era el terremoto definitivo.
Lisandro, aún en el suelo, intentó recomponerse. Trató de esbozar una defensa, de minimizar su papel. Pero la evidencia era abrumadora. Jana no había regresado sola: traía consigo cartas, registros, testigos. Y sobre todo, traía una verdad que nadie podía refutar.
Lo que comenzó como una cena para humillar a Manuel terminó siendo un juicio público, con Jana como testigo estrella y acusadora implacable.
El palacio tembló.
Porque con su regreso, Jana no solo volvió a la vida. Regresó con el poder de reconstruir todo lo que Lisandro había querido destruir. Y más aún: con su verdad, arrasó con las máscaras, las apariencias y los pactos oscuros.
Y así, La Promesa cambió para siempre.
Lisandro, el hombre que creía dominar el tablero, vio cómo sus piezas se deshacían una a una. Su sonrisa, tan afilada como falsa, fue reemplazada por el miedo. La caída había comenzado. Y Jana, la mujer que regresó del olvido, era ahora el faro que iluminaría una nueva etapa… o la tormenta que arrasaría con todos.
Porque el gran secreto había estallado.
Y nadie, absolutamente nadie, saldría indemne.
¡No te pierdas el capítulo más impactante de La Promesa! El regreso de Jana lo cambia todo… y marca el inicio de una nueva guerra en el palacio.