El día más esperado en La Promesa, el bautizo de los mellizos de Catalina y Adriano, prometía ser una celebración imborrable, símbolo de una nueva etapa para la familia Luján. Pero bajo el esplendor de los lirios blancos, los candelabros relucientes y las copas de cristal que esperaban el brindis, se cocía una traición que nadie sospechaba… excepto una mujer que ya vivía atrapada entre la culpa, el miedo y la desesperación: Eugenia.
Desde temprano, el palacio hervía de actividad. Petra Arcos, la inflexible gobernanta, dirigía los preparativos como si fuera una campaña militar. Todo debía rozar la perfección: flores pulcramente dispuestas, platería impecable, manjares dignos de marqueses y un altar convertido en un paraíso de encajes y guirnaldas. Las órdenes llovían sin descanso, y los criados obedecían con precisión temblorosa.
Mientras tanto, en la intimidad de su habitación, Catalina mecía a uno de sus bebés mientras Adriano contemplaba con ternura al otro. La felicidad que irradiaban ambos apenas lograba disimular la angustia que se filtraba en cada rincón de su conversación. Catalina confesó un temor persistente: el regreso de Lisandro. Aunque exiliado del corazón de la familia, ella sentía su sombra demasiado cerca, como si acechara esperando el momento de venganza.
Adriano intentó calmarla, hablándole de amor, de unidad, de un futuro blindado contra la maldad. Pero ni siquiera sus brazos pudieron disipar del todo esa sensación de amenaza que ella percibía con una claridad dolorosa.
Y no se equivocaba.
A espaldas de todos, Leocadia y Lorenzo, esos dos nombres que se pronuncian con veneno en los pasillos de La Promesa, ultimaban un plan tan calculado como cruel. Aprovechando el caos de los preparativos y el foco absoluto sobre la ceremonia, decidieron ejecutar su golpe más vil: desacreditar por completo a Eugenia. Para ello, escondieron un revólver bajo el reclinatorio donde sabían que ella se sentaría, a un paso del altar. El objetivo no era matarla ni matar a nadie, sino provocar una reacción escandalosa que sellara su destino como una desequilibrada incapaz de vivir bajo el mismo techo que sus “nobles” familiares.
Pero ni Leocadia ni Lorenzo supieron prever una cosa: la furia dormida de una madre que ha sido traicionada demasiadas veces.
Eugenia, vestida con una discreción que contrastaba con el boato de los invitados, se dirigió a su sitio habitual en la capilla. Su rostro era una máscara de calma, aunque su interior ardía como un campo seco a punto de incendiarse. Apenas se inclinó para orar, algo metálico sonó bajo su vestido. Se estremeció. Sabía que no era un accidente. Metió la mano, y sus dedos tocaron el frío inconfundible del arma. El terror se mezcló con la certeza. La estaban empujando al abismo.
En ese momento, algo se rompió en ella. El murmullo de los cánticos, las sonrisas fingidas, la mirada de Leocadia desde el otro extremo de la capilla… todo se volvió una burla intolerable.
Entonces ocurrió.
El disparo tronó como un relámpago en mitad de una oración. Un instante de absoluto silencio lo siguió. Los asistentes quedaron petrificados. Algunos se agacharon, otros gritaron. Catalina, que sostenía a uno de sus hijos en brazos, se cubrió con el cuerpo de Adriano. Petra soltó un grito ahogado, y hasta el cura retrocedió, pálido como el mármol del altar.
Eugenia, de pie con el arma aún humeante en la mano, parecía otra persona. Su mirada no era la de una loca, sino la de una mujer que ya no podía callar más. La que había callado años de abusos, de encierros, de acusaciones sin defensa. La que había perdido a su hijo, a su marido y a sí misma en un torbellino de manipulaciones. No gritó. No lloró. Solo respiró hondo, como quien por fin se ha quitado un peso insoportable del pecho.
La bala no hirió a nadie. Solo rompió un jarrón junto al altar. Pero ese disparo no necesitaba sangre para herir. Su sonido desató una tempestad que ningún protocolo podría aplacar.
Leocadia y Lorenzo fingieron horror, pero en el fondo disfrutaban el espectáculo. Creían haber vencido. Eugenia, sin embargo, no les concedió esa victoria. Con el arma aún en la mano, caminó lentamente hacia el centro de la capilla. Todos la miraban, atónitos. Su voz, cuando habló, era serena, casi poética.
—Me quisieron hacer pasar por loca —dijo—. Y quizás lo consiguieron. Pero no tanto como para no reconocer la trampa que me tendieron. No disparé por miedo. Disparé por dignidad.
Catalina, aún temblorosa, dio un paso hacia ella. Adriano intentó detenerla, pero Catalina negó con la cabeza. Se acercó a Eugenia, y en un gesto inesperado, le tomó la mano con la que sostenía el revólver. Eugenia se la entregó sin resistencia. Y con eso, se selló el segundo milagro del bautizo: no solo la entrada al Reino de Dios de dos inocentes, sino la resurrección moral de una mujer que se negaba a desaparecer en silencio.
Pero el estallido no solo liberó a Eugenia. También desató un terremoto en el interior del palacio. Porque la investigación posterior reveló lo que ella había intuido: el arma había sido colocada intencionalmente. Y los indicios conducían, como era de esperarse, a Leocadia y Lorenzo.
El bautizo que debía unir a la familia, terminó por desmembrarla aún más. Las alianzas tambalearon, las miradas se volvieron más desconfiadas, y el ambiente festivo se convirtió en un campo de batalla emocional.
Catalina y Adriano, con sus hijos ya bautizados, se enfrentaron a una nueva decisión: seguir viviendo bajo un techo envenenado o romper de una vez por todas con el pasado. Eugenia, por su parte, ganó algo que no tiene precio: la oportunidad de contar su verdad sin que nadie vuelva a silenciarla.
Un solo disparo, una bala sin sangre… y un destino transformado para siempre. La Promesa no volvió a ser la misma. Y tal vez, esa era la única forma de que naciera algo verdaderamente nuevo.