La oscuridad que envolvía a Emilia ya no era solo externa, sino que ardía dentro de ella como una llama imposible de apagar. En su habitación, con el alma hecha jirones y los recuerdos amenazando con devorarla, se aferraba al único acto de amor que creía posible: desaparecer.
Una carta, escrita con manos temblorosas y manchada de lágrimas secas, aguardaba sobre su mesita. Era su despedida. En ella, Emilia imploraba perdón a Rómulo, ese hombre que le ofreció lo más peligroso que había recibido en su vida: confianza. “Hay zonas en mi vida donde la luz no llega, Rómulo… debo marcharme antes de que tú también seas atrapado por mis sombras.” La decisión estaba tomada. Un saco a los pies de su cama, lo esencial para volver a huir. Una vez más.
Pero mientras ella se preparaba para desaparecer entre las sombras, en el corazón de La Promesa estallaba un conflicto que lo cambiaría todo. En el salón principal, Catalina y Adriano enfrentaban a don Alonso. El motivo era claro: proteger a sus hijos del duque Lisandro de Carvajal y Cifuentes, propuesto como mentor y padrino. Un título noble, sí. Pero un alma podrida.
“Padre, no puedo permitir que ese hombre se acerque a mis hijos”, sentenció Catalina con una frialdad inusual. “Hay algo oscuro en él… y lo siento en los huesos.” Adriano no se quedó atrás: “Lisandro compra el honor y lo revende con cadenas. He visto lo que es capaz de hacer a los que considera inferiores. Su crueldad no se disfraza, se exhibe.”
Don Alonso, siempre calculador, vaciló por primera vez. Sabía lo que significaba hacer de Lisandro un enemigo. Pero sus hijos no estaban dispuestos a vender su alma por una alianza. La discusión terminó en silencio, uno espeso, irrespirable. Pero también en una advertencia: Lisandro no se quedaría quieto.
Mientras tanto, el ambiente en la casa se tensaba con cada segundo que pasaba. La mañana del bautizo amaneció con un cielo gris y amenazante. Petra, al mando de la organización, se enfrentaba a las provocaciones pasivo-agresivas de María Fernández, quien no perdía oportunidad para recordarle su pasado turbio junto a don Fernando. “¿Flores blancas para un bautizo? Qué lúgubre”, ironizó María. Petra, firme, respondió: “Son las favoritas de la marquesa. Ocúpate de la platería.”
Pero lo que ni Petra ni nadie sabía era que el verdadero escándalo aún no había comenzado.
Emilia, deslizándose por los pasillos aún dormidos, con el alma rota y la decisión tomada, se dirigía hacia las caballerizas. No podía quedarse. El peligro que cargaba era demasiado grande. Pero Rómulo, al percibir su ausencia, fue tras ella. La encontró con la mirada perdida y los ojos llenos de lágrimas.
“No puedo quedarme. Si me descubren, pondrán en peligro a todos. Hay un nombre… Lisandro. Si me reconoce, no tendrá piedad.”
Rómulo se quedó de piedra. El duque Lisandro no era un simple aristócrata. Era un depredador con piel de cordero. Y justo en ese instante, el sonido de una carroza anunció la llegada del mismísimo demonio.
“Emilia, corre. Escóndete en la capilla. Yo lo distraeré. Luego me lo contarás todo.” Ella asintió y huyó entre las sombras.
Lisandro bajó de su carroza con la arrogancia de quien se cree intocable. Su sonrisa, venenosa, se dirigió a don Alonso y doña Cruz: “Es un honor estar aquí, marqueses. Qué lástima lo de los malentendidos sobre mi papel como padrino…”
Desde el piso superior, Catalina y Adriano lo observaban con los nervios al límite. “Ha venido a provocar”, susurró Adriano. “Por nuestros hijos debemos resistir”, respondió ella, con el corazón en un puño.
Pero el golpe final aún no había llegado.
Toño, el criado silencioso, apareció ante Manuel con el rostro desencajado. “Debo confesar… mi verdadero nombre es Antonio Valdés. Estoy aquí para espiar. Los hombres del duque me obligaron. Amenazaron a mi familia. Quieren saber todo lo que ocurre en esta casa.”
Manuel lo escuchó con el alma encendida de rabia. El duque no era solo un noble corrupto. Era un criminal infiltrado en las entrañas de la aristocracia.
“Antonio, ahora más que nunca te necesitamos. Lo atraparemos. Y tú nos ayudarás.”
Y mientras Lisandro desplegaba su falsa cortesía y los pasillos de La Promesa se llenaban de tensión, verdades largamente ocultas comenzaban a salir a la luz. Emilia, escondida, temblaba no solo por su vida, sino por lo que representaba ese nombre maldito. Catalina y Adriano se convertían en los primeros en alzarse contra una figura poderosa y peligrosa. Petra luchaba con su pasado mientras la sombra de la traición serpenteaba bajo sus pies. Y Toño, el espía obligado, se transformaba en la clave para desenmascarar a un monstruo vestido de nobleza.
Porque en La Promesa, cada secreto revelado es el inicio de una tormenta. Y cuando el enemigo lleva una sonrisa elegante y un título de duque, el peligro no solo acecha: se instala en el corazón del hogar.
El escándalo ya no puede ocultarse. El duque Lisandro ha sido desenmascarado. Pero ¿a qué precio?
¿Será este el comienzo del fin para La Promesa? ¿O solo el primer capítulo de una guerra que nadie ha querido declarar?
Déjanos tus impresiones en los comentarios: ¿Te sorprendió la confesión de Toño? ¿Te atreves a confiar en Rómulo? ¿Sobrevivirá Emilia a la caza del duque?
Nos vemos en el próximo capítulo… porque en La Promesa, lo peor apenas comienza.