La llegada inesperada de Emilia a La Promesa será el detonante de una tormenta que nadie podrá detener. Desde su irrupción en el palacio, Rómulo mostrará una incomodidad imposible de disimular. Algo en su mirada, en su rigidez forzada al verla, revelará que entre ellos existe un pasado oculto, uno que muy pronto saldrá a la luz de la forma más devastadora.
En medio de una tarde sofocante y aparentemente tranquila, Catalina estará arreglando las cunas de los gemelos en la nursery. Emilia, siempre atenta, la ayudará a doblar las mantas, fingiendo normalidad. Pero Catalina, que siempre ha tenido un sexto sentido para percibir lo que otros no dicen, notará enseguida el nerviosismo de la enfermera. Cada vez que Emilia cruce un pasillo y se cruce con Rómulo, su rostro se tornará pálido como el mármol, y una tensión apenas disimulada estremecerá el aire a su alrededor.
Intrigada, Catalina decidirá aprovechar un momento en que Alonso y Adriano estén ausentes para confrontar a Emilia. Con voz suave pero firme, la invitará a sentarse a su lado y, sin rodeos, le lanzará una pregunta directa:
“¿Qué eres tú para Rómulo?”
El impacto de esas palabras será inmediato. Emilia, temblando, intentará negarlo, mintiendo torpemente que apenas conoce al mayordomo. Pero Catalina no se dejará engañar. Le recordará cómo reaccionó la semana pasada en la escalera, cómo dejó caer una bandeja entera al escuchar el nombre de Rómulo durante el desayuno. Acorralada, Emilia apenas logrará susurrar una disculpa antes de salir huyendo de la habitación, dejando tras de sí un silencio cargado de sospecha.
Catalina, inquieta, comprenderá que se avecina una revelación que puede alterar el equilibrio del palacio.
Mientras tanto, Emilia, con el corazón latiéndole en las sienes, buscará desesperadamente a Rómulo en los rincones menos concurridos del palacio. Finalmente lo encontrará revisando unos documentos cerca del depósito de platería. Sin preocuparse por la discreción que siempre había guiado sus actos, se plantará frente a él y le exigirá hablar.
—”Necesitamos hablar ahora” —suplicará Emilia, con la voz temblorosa.
Rómulo, tenso, le ordenará que se calle, que no es lugar ni momento. Pero Emilia, desesperada, insistirá: “¡Solo quiero asegurarme de que no vas a decir nada sobre nuestro pasado!”
El mayordomo, con una frialdad cortante, le recordará que su secreto solo permanecerá oculto si ella hace lo correcto: dimitir. Rómulo le exigirá que abandone La Promesa, alegando que trabajar bajo el mismo techo es un riesgo que no piensa asumir. Emilia, al borde de las lágrimas, le suplicará: necesita el trabajo, el dinero, la oportunidad que ese lugar representa en su vida.
Pero Rómulo se mantendrá implacable. Le ordenará que, si pretende quedarse, no le hable, no lo mire, no cruce ni una palabra con él. Será la única forma de mantener a salvo el secreto que los une.
En ese momento, el sonido de pasos suaves interrumpirá su tensa conversación. Catalina aparecerá en el corredor, mirándolos con los ojos entrecerrados, desconfiada.
—”¿Qué están ocultando?” —preguntará con una calma tan afilada como un cuchillo.
Un silencio mortal caerá sobre ellos. Emilia palidecerá aún más, mientras Rómulo, rígido como una estatua, sostendrá la mirada en un punto lejano, sin atreverse a mirarla. Catalina, sin perder su serenidad, les exigirá una respuesta.
Finalmente, Rómulo, harto de ocultar la verdad, levantará la mano en un gesto de rendición. Con voz grave y cargada de resignación, confesará lo impensable:
—”Señora Catalina, Emilia y yo estuvimos casados.”
La confesión estallará en el corredor como una bomba. Emilia cerrará los ojos, deseando desaparecer, mientras Catalina sentirá un golpe en el corazón. ¿Casados? ¿Cómo era posible que ese vínculo hubiera permanecido oculto tanto tiempo?
Con la voz entrecortada, Catalina pedirá más explicaciones. ¿Por qué actuar como desconocidos? ¿Por qué tanto miedo?
Rómulo bajará la voz hasta convertirla en un susurro casi temeroso:
—”Nuestra separación no fue normal… fue forzada… por un crimen.”
El horror atravesará a Catalina como un relámpago. Intentará procesarlo todo: ¿un crimen? ¿Qué crimen? ¿Qué monstruoso secreto los había separado y había condenado su vínculo a la clandestinidad?
Rómulo, con el rostro endurecido por la amargura, confirmará que aquello fue algo tan grave que aún hoy no puede ser nombrado. Y añadirá: ellos no eligieron reencontrarse. Emilia llegó a La Promesa por necesidad o quizás por destino. Él ya estaba allí, viviendo una vida de redención silenciosa.
Catalina, aturdida, retrocederá unos pasos. Necesitará tiempo para asimilar esa revelación. Pero antes de marcharse, les advertirá con tono severo:
—”No permitiré que La Promesa sufra más traiciones. Si descubro que hay más secretos, no tendré piedad.”
Sus pasos resonarán en el mármol mientras se aleje, pero no sabrá que, tras una de las columnas, alguien más habrá escuchado todo: Leocadia.
Oculta en las sombras, con una sonrisa pérfida, Leocadia habrá presenciado la escena completa. Para ella, aquella revelación será un regalo caído del cielo. El arma perfecta para destruir a Rómulo y desestabilizar el palacio a su antojo.
Con movimientos sigilosos, como una serpiente, se deslizará tras Rómulo antes de que pueda reaccionar.
—”Qué hermoso secreto guardaban, ¿no?” —susurrará con una dulzura venenosa.
Rómulo, al verla surgir de las sombras, endurecerá aún más su rostro. Sabrá que el verdadero peligro apenas comienza. Y que su vida en La Promesa, así como el oscuro pasado que había jurado enterrar, están ahora al borde de una amenaza que podría destruirlo todo.
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