La aparente calma en el palacio de La Promesa está a punto de volar por los aires con una llegada que nadie esperaba… y mucho menos deseaba. El Duque de Carvajal y Cifuentes irrumpe en escena con el porte de la realeza, pero también con un secreto que cambiará el destino de todos. Su presencia no es cortesía, es sentencia. Una sentencia que traerá luz sobre los pecados ocultos y arrastrará a los culpables al borde del abismo.
Desde el momento en que el carruaje negro, imponente y ornamentado con escudos nobles, cruza el patio principal, los cimientos del palacio comienzan a temblar. El Duque desciende, erguido, severo, y su reputación lo precede: un hombre de la corona, intransigente con las manchas del linaje. Alonso, el marqués, palidece al oír su nombre. Sabe que ha llegado el juicio final.
Con una mezcla de pánico y estrategia, Alonso corre a proteger sus secretos. Primero, sube con urgencia a los aposentos de Curro. Le exige que deje de lado el uniforme de lacayo y se vista como el noble que alguna vez fingieron que era. Curro, el hijo bastardo, ha sido degradado al rol de sirviente, pero frente al Duque eso es inaceptable. Alonso no solo teme que el Duque descubra la ilegitimidad de su sangre, sino que además perciba la gran farsa tejida para mantener las apariencias. Curro, con dolor y resistencia, acepta volver a enfundarse en las ropas del pasado, aunque cada prenda le pese como una mentira.
Simultáneamente, Alonso se lanza hacia los jardines donde Catalina, su hija, cuida amorosamente a sus gemelos. La escena es hermosa, pero para el marqués, es un campo minado. Catalina, madre soltera de dos hijos de un campesino, representa un escándalo que podría acabar con su título. Le exige que esconda a los niños. Catalina, herida y furiosa, se niega rotundamente. Sus hijos no son una vergüenza. Son su verdad, su batalla, su resistencia. Y no los ocultará. No más.
Mientras tanto, en los rincones más oscuros de la casa, los carroñeros se relamen: Leocadia y Lorenzo celebran en secreto la llegada del Duque como si fuera una bendición. Para ellos, este noble no es una amenaza: es la herramienta perfecta para derrumbar a Alonso. En la biblioteca, brindan con vino y ambición. Leocadia despliega documentos, cartas antiguas, notas sobre el nacimiento de Curro. Todo con un propósito: exponer la sangre ilegítima que corre en la familia Luján.
Leocadia no planea actuar directamente. Sabe que el palacio habla por sí solo. Que bastará una mirada entre Curro y un criado, una palabra mal dicha, un gesto de sumisión para que el Duque sospeche. Y cuando lo haga, cuando junte las piezas, reaccionará con la furia de un noble que ve mancillado el linaje. Lorenzo asiente. Todo está listo para que la verdad estalle como una bomba. Pero no saben que la bomba no la detonan ellos. Es el Duque mismo quien viene con su propio objetivo.
Porque este noble no ha venido a proteger el honor… sino a vengar una vieja traición. El verdadero motivo de su visita no es Curro, ni los gemelos, ni las apariencias del marqués. El Duque tiene cuentas pendientes con Leocadia y Lorenzo. Viejas heridas, afrentas olvidadas por todos menos por él. Y ha venido a cobrar.
En el gran salón, cuando todos se reúnen para recibir oficialmente al visitante, la tensión es palpable. Catalina, desafiando a su padre, entra con sus hijos en brazos. Curro, incómodo, viste como noble aunque se sienta impostor. Los sirvientes murmuran. El ambiente huele a miedo. Pero el Duque no dice nada. Sonríe apenas. Saluda con frialdad. Y deja que todos crean que ha venido por cortesía.
Pero esa misma noche, durante una cena privada con Alonso, deja caer la máscara. Con voz firme, revela que su llegada tiene un propósito claro: ajustar cuentas con Leocadia y Lorenzo. Los acusa de traición, de conspiración, de haberle arrebatado algo valioso en el pasado. Y ahora, dice, es momento de pagar. La revelación deja a Alonso paralizado. Él creía ser el blanco. Pero la verdadera tormenta viene por los verdaderos villanos.
Leocadia, enfrentada por el Duque, intenta defenderse. Habla de tiempos pasados, de decisiones necesarias. Pero el Duque no escucha. Ha esperado años para este momento. Lorenzo intenta negociar, pero se topa con un muro. El Duque no busca acuerdos. Busca justicia. Y la justicia caerá como una guillotina.
Mientras el Duque desenmascara a los verdaderos traidores, las máscaras de todos caen. Alonso debe enfrentar que no puede controlar a su familia ni ocultar sus errores. Catalina se reafirma como madre y mujer libre, decidida a proteger a sus hijos a toda costa. Curro, aunque usado como ficha, empieza a comprender que su valor no lo dicta un título ni una mentira.
Y en medio del caos, el palacio de La Promesa se convierte en un campo de batalla moral: entre la verdad y la apariencia, entre el honor y la hipocresía, entre el pasado que regresa para ajustar cuentas y un presente que se tambalea bajo el peso de tantas mentiras.
Porque cuando el Duque de Carvajal y Cifuentes revela su verdadera identidad, no solo desata una guerra interna, sino que también redibuja el mapa del poder en La Promesa. Y en ese nuevo orden, los villanos serán castigados, los inocentes puestos a prueba y los secretos, por fin, saldrán a la luz.