“Te romperé… y te reconstruiré.”
Con esa frase, gélida y definitiva, Leocadia sentencia a su hijo Adriano a un destino que él jamás eligió. La fiesta en su honor ha sido un desastre disfrazado de gala, y ahora la máscara ha caído. El recién nombrado conde de Campo y Luján no solo ha hecho el ridículo, ha demostrado que no está preparado. Y su madre no piensa permitir que lo olvide.
El amanecer del 1 de julio brilla sobre La Promesa con una belleza cruel. Las risas de la víspera se han disipado, dejando solo el eco incómodo de la decepción. Leocadia recorre los salones como si inspeccionara un campo de batalla tras la derrota. Ella no ve copas, ni restos de comida, ni flores marchitas. Ve fracasos. Errores. Humillaciones. Ve en cada detalle la evidencia de que Adriano no estuvo a la altura.
Lo encuentra en la biblioteca, fingiendo leer un libro que sostiene al revés. Le habla con suavidad, pero cada palabra suya es un juicio. Le recuerda cómo arruinó una conversación con el duque de Osuna, cómo insultó sin querer a la marquesa de Almenara, cómo tropezó en cada gesto social. Adriano intenta justificarse, pero Leocadia no escucha excusas. “Anoche no llevabas una armadura, sino un disfraz que te quedaba grande.”
La escena que sigue es brutal. Leocadia no grita, no golpea la mesa, no se descompone. Simplemente deja claro que, a partir de ahora, cada palabra, cada decisión de Adriano, pasará primero por ella. “Serás arcilla en mis manos”, le dice. “Te moldearé aunque duela.” No por ambición. No por poder. Por legado. Por miedo a que todo se derrumbe si él no se convierte en lo que ella espera. Leocadia sacrifica su paz, su viudez tranquila, su silencio… todo para salvar el apellido.
Adriano, enfrentado a esta cárcel disfrazada de protección, no sabe si resistirse o rendirse. Porque detrás del control absoluto de su madre se esconde una verdad aún más cruel: Leocadia no confía en él. Solo en la imagen que ella misma puede crear de él.
Mientras tanto, en los pasillos del servicio, se libra una batalla aún más silenciosa y no menos desgarradora. Ángela, la doncella, tiembla ante la orden que Lorenzo de la Mata le impone: debe pedir disculpas al marqués de Andújar, el mismo que la manoseó durante la fiesta. Ella intenta resistirse, pero Lorenzo la chantajea con una amenaza velada. El sistema la aplasta. Nadie escucha su voz.
Ni siquiera su madre postiza, Leocadia, que ahora también insiste en que la disculpa es necesaria. Todo es una jugada para manipularla, para debilitarla, para forzar su partida. Pero Ángela se rebela por dentro, aunque aún no encuentre el valor de alzar la voz.
En paralelo, Petra, la ama de llaves, hace su propia confesión: al padre Samuel le revela el nombre de su gran amor secreto… nada menos que el conde de Ayala. Un amor silencioso, imposible, enterrado bajo años de servicio y resignación. Su declaración sacude la calma aparente del palacio. Petra, tan controladora, tan impenetrable, muestra una herida antigua que podría cambiarlo todo.
Y en las sombras, Toño vive su propio amor prohibido, uno que arde en secreto pero que podría estallar de un momento a otro.
Todo La Promesa se tambalea entre el deber y la pasión, entre las apariencias y la verdad.
¿Hasta dónde llegará Leocadia en su sacrificio?
¿Será Adriano capaz de reconstruirse o se perderá bajo el peso de las expectativas?
¿Podrá Ángela sobrevivir a tanta injusticia?
¿Y qué consecuencias traerá la confesión de Petra?
Este capítulo 627 no es solo un nuevo episodio. Es un cruce de caminos.
Una encrucijada emocional donde cada elección puede ser la última.
¿Crees que Leocadia está salvando a Adriano… o está condenándolo sin saberlo?