“Alonso también contra Leocadia: ¡La tormenta perfecta en La Promesa!” El capítulo 623 promete ser una explosión de emociones, secretos familiares y decisiones al borde del abismo. Alonso, con una firmeza inesperada, desafía sutilmente a Leocadia al defender a Adriano y Catalina, cuyas emociones están a flor de piel ante la gran fiesta que se aproxima. Pero mientras las apariencias se cuidan en el salón, las verdaderas batallas se libran en los pasillos, revelando celos, peligros inminentes y alianzas inesperadas.
El sol del 25 de junio se alzaba sobre La Promesa con una insolencia casi hiriente, derramando una luz dorada sobre los tejados de pizarra y los vastos campos. Era un día de una belleza radiante, que contrastaba con la densa red de tensiones que se tejía en el interior del palacio. El aire parecía cargado de secretos, de rencores no expresados y de una expectación febril ante la inminente fiesta en honor a Adriano. Esta celebración, en lugar de unir, actuaba como un catalizador, acelerando las fricciones y exponiendo las fracturas que recorrían tanto los salones de los señores como las entrañas del servicio.
La mañana encontró a Leocadia, la madre de Adriano, paseando por el salón principal con la rigidez de una estatua. Sus ojos, dos esquirlas de acero azul, no se detenían en la suntuosidad de los muebles, sino que buscaban imperfecciones, ausencias, motivos para alimentar el nudo de descontento que se había instalado en su pecho. Y los encontró, como no, en la actitud de su nuera, Catalina, y de su propio hijo, Adriano. Alonso, el marqués de Luján, la observaba desde el umbral de su despacho con una taza de café y una expresión de estudiada neutralidad. Conocía a su consuegra; sabía que aquella calma era la que precede al temporal, un silencio cargado de reproches que no tardarían en encontrar una vía de escape. Y efectivamente, Leocadia se giró hacia él, forzando una sonrisa que no llegó a sus ojos.
“Alonso, querido, qué mañana tan espléndida nos regala el cielo,” comenzó su voz, un murmullo melifluo que no engañaba a nadie, y mucho menos al marqués. “Espléndida, sin duda, Leocadia,” respondió él, dando un sorbo a su café. “¿Ocurre algo? Te noto pensativa.” Leocadia suspiró, un sonido delicado y teatral. “No es nada de importancia. O quizás sí lo sea. Es solo que me sorprende la, digamos, la pasividad de nuestros hijos. Catalina y Adriano parecen ajenos a todo el esfuerzo que estamos realizando. La fiesta es en su honor y, sin embargo, percibo una indiferencia que me desconcierta. Casi diría que me duele.” Se acercó a un jarrón con flores frescas, rozando un pétalo con la yema del dedo. Era un gesto casual, pero cargado de intención. “Una pensaría,” continuó con esa sutileza afilada que la caracterizaba, “que mostrarían un poco más de entusiasmo, un gesto de gratitud, una palabra de aprecio por el compromiso y el esplendor que estamos procurando para este acontecimiento. Después de todo, es su entrada en sociedad como un matrimonio de su rango. ¿No crees que deberían agradecérnoslo?”
Alonso dejó la taza sobre una mesita auxiliar y se cruzó de brazos. Su mirada, habitualmente cálida, se endureció levemente. La defensa de sus hijos era un instinto primordial, un muro que se levantaba con celeridad ante cualquier amenaza, por velada que fuera. “Leocadia, aprecio enormemente tu dedicación y la de tu marido, Lisandro, en todo esto. De veras, el esplendor, como tú dices, está garantizado gracias a vuestro empeño,” comenzó su tono diplomático pero firme. “Sin embargo, me pregunto si no estaremos enfocando el asunto desde la perspectiva equivocada.” Hizo una pausa, eligiendo sus palabras con la precisión de un cirujano. “Quizá la apatía de mi hija y de tu hijo, esa falta de entusiasmo que tanto te preocupa, no sea fruto de la ingratitud. Quizá, solo quizá, responda a un hecho muy simple: No se les ha permitido participar en la organización de lo que en esencia debería ser su celebración. Les hemos impuesto una fiesta, Leocadia, les hemos dictado el cómo, el cuándo y el quiénes, sin preguntarles jamás qué es lo que ellos verdaderamente desearían.”
El rostro de Leocadia se contrajo en una máscara de ofendida incredulidad. “¿Participar, por el amor de Dios, Alonso? ¿Qué saben ellos de organizar un evento de esta magnitud? Catalina es una muchacha que prefiere mancharse las manos de grasa de motor que elegir una mantelería. Y Adriano, Adriano es bueno, pero carece de la visión para estas cosas. Lo hacemos por su bien, para asegurar que todo sea perfecto, para presentarles ante el mundo como merecen.” “¿Y quién decide lo que merecen? ¿Tú, Lisandro? ¿Yo?”, replicó Alonso, su voz bajando un tono, volviéndose más grave, más intensa. “Hemos convertido su fiesta en nuestro trofeo, un escaparate de nuestras ambiciones y de nuestras alianzas. Y en el proceso hemos olvidado a los protagonistas. Catalina no está apática, Leocadia, está marginada. Y Adriano, por lo que veo, está más preocupado por no decepcionar las expectativas de su padre que por disfrutar de su propio homenaje. Así que, con todo el respeto, antes de exigirles gratitud, tal vez deberíamos ofrecerles una disculpa.” El silencio que siguió a las palabras de Alonso fue denso y vibrante. Leocadia lo miró boquiabierta, incapaz de articular una respuesta. No esperaba una defensa tan frontal, tan directa. Había subestimado la profundidad del vínculo del marqués con su hija, esa hija tan diferente a todas las demás y por la que él sentía una debilidad que ella consideraba casi plebeya. La batalla acababa de empezar y el campo era el corazón mismo de La Promesa.
Mientras la tensión se cortaba con cuchillo en los salones nobles, en los dominios del servicio, las emociones fluían de una manera más abierta, aunque no por ello menos compleja. Ángela, la joven doncella que había llegado a La Promesa bajo la sombra de un padre autoritario, buscó a Martina en el cuarto de costura. La necesitaba; necesitaba compartir la extraña mezcla de alivio y turbación que la embargaba. Encontró a la sobrina del marqués repasando el dobladillo de un vestido con el ceño ligeramente fruncido por la concentración. “Martina, ¿puedo hablar contigo un momento?”, preguntó Ángela, su voz apenas un susurro. Martina levantó la vista y su rostro se iluminó con una sonrisa genuina. “Ángela, claro, siéntate. ¿Ocurre algo? No tienes buena cara.” Ángela se sentó en un taburete cercano, sus manos retorciéndose en su regazo. “No, no es nada malo, al contrario, es… es sobre el capitán Lorenzo y sobre Curro.” El nombre de Curro hizo que la aguja de Martina se detuviera en seco. Su sonrisa se atenuó un poco. “¿Qué ha pasado?” “Ayer el capitán volvió a… a ser el mismo: insinuante, desagradable. Ya sabes cómo es,” Ángela tragó saliva, el recuerdo aún la incomodaba, “y yo no sabía qué hacer. Me quedé paralizada. Pero entonces apareció Curro, se enfrentó a él. Martina, le plantó cara con una valentía… Le dijo que me dejara en paz, que no iba a consentir que nadie me faltara al respeto. Lo defendió. Me defendió a mí.” Una ola de gratitud pura y abrumadora brilló en los ojos de Ángela. Quería contárselo, quería que supiera lo agradecida que estaba. “Curro fue un caballero.”
Esperaba que Martina compartiera su alegría, su alivio, pero la reacción de su amiga fue desconcertante. Martina dejó la costura a un lado y su expresión se volvió extrañamente distante, casi fría. “Vaya, así que Curro, el héroe al rescate,” dijo, y en su tono había un matiz que Ángela no supo descifrar. No era alegría; era algo más afilado, más amargo. “¿Y por qué iba a hacer él algo así?” Ángela parpadeó confundida. “¿Cómo que por qué? Porque es una buena persona. Porque vio una injusticia.” “Ah, sí, solo por eso,” insistió Martina, levantándose y comenzando a ordenar unos hilos con gestos bruscos. “Curro no suele meterse en los asuntos de los demás si no tiene un interés particular. Y Lorenzo es su tío, por muy mal que se lleven. Es extraño que se arriesgue de esa manera por… por una doncella.” La palabra “doncella” fue pronunciada con un énfasis casi imperceptible, pero que hirió a Ángela profundamente. De repente, comprendió el recelo en la mirada de Martina, la acidez en su voz. No eran celos por la amistad, o al menos no solo eso; eran celos de mujer. Martina, que había compartido momentos de complicidad y cercanía con Curro, que quizás albergaba sentimientos por él que iban más allá de la amistad, no podía soportar la idea de que él hubiera salido en defensa de otra, y menos de ella. “No sé qué interés podría tener, Martina,” respondió Ángela, su voz perdiendo su calidez inicial y tiñéndose de una tristeza defensiva. “Solo sé que lo hizo y yo se lo agradezco. Pensé que tú, como amiga mía, te alegrarías por mí.” “Claro que me alegro de que no te haya pasado nada,” replicó Martina sin mirarla. “Pero no peques de ingenua, Ángela. Los hombres como Curro no hacen las cosas por pura bondad. Siempre hay un motivo y deberías tener cuidado.” La conversación que Ángela había iniciado buscando consuelo y complicidad se había convertido en un campo de minas. El recelo de Martina flotaba entre ellas, un veneno sutil que agriaba el aire. Ángela se dio cuenta de que la protección de Curro le había granjeado un enemigo inesperado en el lugar donde menos lo imaginaba: en el corazón de su única amiga en La Promesa. Se levantó sintiendo un frío que nada tenía que ver con la temperatura de la habitación. “Gracias por el consejo, Martina,” dijo en voz baja y se marchó, dejando a la joven Luján sola con sus celos y sus miedos, contemplando cómo la cercanía entre Curro y Ángela crecía, amenazando con destruir el frágil equilibrio de sus propias esperanzas.
El eco de esa defensa aún resonaba en Curro cuando más tarde se encontró cara a cara con su tío en uno de los pasillos del ala este. Lorenzo lo observaba acercarse con una sonrisa torcida, una mezcla de desdén y diversión. “Vaya, vaya, miren a quién tenemos aquí. Al paladín de las causas perdidas,” dijo el capitán, su vozarrón retumbando en el corredor. Curro no se detuvo. Siguió caminando hasta que estaba apenas un palmo de él, obligando a Lorenzo a mirarlo directamente a los ojos. El joven que meses atrás se habría encogido ante esa mirada ahora la sostenía con una determinación de acero. “No te acerques a ella“, dijo Curro, su voz baja y controlada, pero vibrante de furia contenida. “No vuelvas a dirigirle la palabra, no la mires, no respires en su misma dirección. ¿Me has entendido?” Lorenzo soltó una carcajada, un sonido áspero y desagradable. “A ella, ¿te refieres a la pequeña doncella asustada? No sabía que te habías convertido en el guardián personal del servicio.”