La tragedia vuelve a ceñirse como una sombra implacable sobre los muros de La Promesa en un episodio estremecedor que marcará un antes y un después en la historia de los Luján. Todo comienza con el día del bautizo del pequeño Andrés, una ceremonia que debía ser de alegría y reconciliación… pero que termina convirtiéndose en un ritual maldito, teñido de sangre, pánico y secretos largamente silenciados.
Desde la madrugada, algo no encaja. Eugenia no ha bajado a la capilla ni ha aparecido en el desayuno. Su ausencia, habitual en otros días debido a sus quebrantos nerviosos, hoy pesa como una premonición. Pía intenta restar dramatismo, pero su voz carece de convicción. Simona, en cambio, no puede callar su intuición: Eugenia está al borde del abismo, y esta vez no hay retorno posible.
Candela y Lope confirman lo que todos temen. La vieron la tarde anterior en el jardín, con Andrés en brazos, meciéndolo suavemente bajo el magnolio. Le cantaba una nana tan antigua como trágica, y sus palabras, cargadas de tristeza, hacían presagiar una despedida. “Tú volarás alto, mi pequeño gorrión”, susurraba con una sonrisa que era más una mueca rota por la desesperación.
Jana irrumpe en la cocina con una noticia aterradora. Subió al cuarto de Eugenia antes del alba y lo encontró vacío, frío, como si hubiera estado deshabitado durante horas. Sobre la mesilla: una rosa blanca marchita. Y un olor inconfundible, que a Jana le heló el alma: el hedor metálico de la pólvora. Eugenia no solo ha desaparecido… se ha llevado la pistola del difunto Capitán de la Mata.
La revelación sacude los cimientos del palacio. Don Ricardo llega presa del pánico y confirma lo impensable: Eugenia se ha desvanecido sin dejar rastro. Ni sus doncellas ni los criados saben de ella desde la noche anterior. Don Alonso ha ordenado a la Guardia Civil que peinen cada rincón del terreno. El escándalo ya no puede contenerse. La tragedia se ha desbordado.
Y mientras el caos crece entre los muros del castillo, en otro punto de la finca ocurre lo inimaginable: un disparo seco, brutal, rompe la falsa calma. Adriano, el arquitecto que había conquistado el corazón de Catalina, yace malherido en el atrio de la iglesia. Le han disparado por la espalda. Catalina corre hacia él, envuelta en lágrimas, intentando detener la hemorragia con sus propias manos. La escena recuerda con estremecedora precisión el atentado que Jana sufrió tiempo atrás. La historia parece repetirse, una y otra vez, como una maldición cíclica que nadie puede romper.
Pero el horror no termina ahí.
Emilia lanza una noticia como un rayo sobre la cocina: Eugenia ha sido vista en la torre más alta del castillo. No está sola. Lleva al pequeño Andrés en brazos. El corazón de Curro se detiene por un instante. ¿Qué pretende su madre? ¿Está dispuesta a lanzarse con su nieto al vacío?
Curro emprende una carrera contra el tiempo, ascendiendo por los viejos peldaños de piedra con el alma en vilo. La imagen de Eugenia en la cima, desbordada, con el niño en brazos, es el retrato de la desesperación absoluta. Una madre rota. Una abuela al borde de lo irreversible.
Mientras esto ocurre, Leocadia mueve los hilos en la penumbra. Ofrece dinero a Manuel para salvar el proyecto que ambos iniciaron… pero su propuesta no es gratuita. Lo que exige a cambio podría alterar por completo el equilibrio de poder en La Promesa. El precio de la redención podría ser la entrega total.
En otro rincón del palacio, Rómulo, con el corazón en la garganta, le comunica a Petra la peor de las noticias: está despedida. La mujer, que había entregado su vida entera al servicio del castillo, queda devastada. El golpe es seco, final. Y aún más desconcertante por venir de quien siempre fue su aliado silencioso.
Pero los secretos no terminan de desvelarse.
Martina, marcada por las heridas del pasado, escucha por fin la confesión que Jacobo le debía desde hace tanto: él fue quien la abandonó cuando más lo necesitaba. Las palabras duelen, pero también liberan. No hay redención sin verdad, aunque ésta sea tan afilada como un cuchillo.
Las preguntas se acumulan: ¿Sobrevivirá Adriano al disparo traicionero? ¿Logrará Curro evitar una tragedia definitiva en la torre? ¿Qué hará Eugenia si se siente acorralada? ¿Qué busca Leocadia con sus maniobras silenciosas? ¿Y quién, entre todos los presentes, ha querido silenciar al arquitecto?
Los pasillos de La Promesa, otrora testigos de secretos susurrados, son ahora corredores de angustia, de carreras desesperadas, de gritos que rasgan el silencio. La Guardia Civil ha tomado posiciones. Don Alonso pierde el control. Cruz camina como un espectro. Nadie, absolutamente nadie, está a salvo del torbellino de emociones y peligros que se avecinan.
Y es que este capítulo, el 610, no es solo una pieza más en el rompecabezas de los Luján. Es el umbral de una caída en picado hacia los rincones más oscuros de la condición humana. El amor, el miedo, la traición y la culpa se entrelazan en una danza macabra que amenaza con arrastrar a todos.
Cuando cae la noche, y el eco del disparo aún resuena entre los muros centenarios, solo queda una certeza: La Promesa ha cruzado un punto de no retorno. Y el alma de Eugenia, rota, armada y abrazada al niño que más ama, puede ser la mecha que encienda el incendio final.
¿Quién salvará a Andrés?
¿Quién pagará por la sangre derramada?
¿Y quién será el próximo en caer?
