Con esas palabras, el tiempo se detuvo en La Promesa. El eco de un nombre que llevaba años sepultado entre susurros y mentiras volvió a resonar entre las paredes del palacio. La figura que apareció en el umbral no era un fantasma, sino un hombre de carne y hueso, con la mirada endurecida por el exilio y la traición.

Todo comenzó como una celebración. Rómulo y Emilia se disponían a sellar su amor en una ceremonia íntima y emotiva en el vestíbulo principal. Los criados observaban conmovidos: María Fernández estrechaba la mano de Vera, Curro contemplaba con respeto, y hasta Petra, obligada a asistir, guardaba silencio. La emoción se palpaba en cada rincón.

Pero justo cuando los aplausos contenían las lágrimas y Alonso pedía un momento a solas con el novio, todo cambió. En una conversación cargada de respeto mutuo, el marqués agradeció a Rómulo por su lealtad y años de servicio. Sin embargo, el mayordomo aún tenía algo pendiente… algo que no podía llevarse consigo al abandonar el palacio.

“Hay una sorpresa”, dijo Rómulo. “No es exactamente mía, solo ayudé a prepararla.”
Y entonces, lo imposible ocurrió. La puerta se abrió y Tomás, el hijo que Alonso creía perdido para siempre, cruzó el umbral con paso decidido. El marqués palideció, incapaz de creer lo que veían sus ojos. “¿Cómo? ¿Dónde has estado?”
“Escondido, por órdenes que nunca entendí del todo… Pero ahora he vuelto. Hay verdades que debes conocer, padre.”

Fue entonces cuando Rómulo reveló su mayor secreto: él había escondido a Tomás todo este tiempo. Lo había protegido tras el intento de asesinato perpetrado por Cruz. Y ahora, con la marquesa en prisión, era hora de que la verdad saliera a la luz.

Mientras tanto, en la cárcel de Burgos, Cruz recibía una visita inesperada: el sargento Burdina. Una carta anónima había llegado, con pruebas de que ella no tuvo participación directa en la muerte de la joven Hann. No era una absolución, sino una suspensión temporal. Cruz sería liberada… pero bajo estricta vigilancia.

Con paso firme, la mujer regresó a La Promesa. Ya no como marquesa, sino como una sombra de lo que fue. Al entrar, nadie la recibió. El palacio parecía haberse vaciado de afecto hacia ella. Al girar un pasillo, se encontró cara a cara con Tomás. Su rostro se desencajó. “Tú…” murmuró, incrédula.
“Estoy aquí para hacer justicia. No vine solo a ver a mi padre. Vine a revelar lo que me hiciste.”

La tensión entre madre e hijo se hizo palpable. Tomás no buscaba venganza, sino verdad. Frente a ellos, apareció Curro, incrédulo, reconociendo a Tomás. Luego llegó Manuel, atraído por el alboroto, y al ver a su hermano, se fundieron en un abrazo tan profundo como el dolor que los había separado.

Pero la mayor revelación estaba por llegar: Hann no solo investigaba a su madre. Estaba buscando una verdad aún más grande. Tomás descubrió que Curro es también hijo de Alonso. Su hermano. El hijo oculto.
Cruz, acorralada, intentó explicar, pero sus palabras ya no tenían fuerza. Su penitencia recién comenzaba.

Y así, en los salones de La Promesa, donde tantas mentiras fueron tejidas, una nueva era comenzaba. Los secretos se desenterraban. Las heridas se abrían. Pero también, la justicia comenzaba a abrirse paso, tarde… pero aún a tiempo.

¿Qué consecuencias traerá el regreso de Tomás? ¿Cómo reaccionará Alonso al saber toda la verdad? ¿Y Cruz… está realmente derrotada o prepara su próximo movimiento?