Con esas palabras, Gabriel desata una tormenta que ni siquiera él imaginaba. Lo que parecía haber sido solo un impulso entre dos adultos se convierte, de pronto, en el centro de una conversación cargada de tensión, juicio y advertencias en el capítulo 347 de Sueños de Libertad.
La escena se desarrolla en uno de esos rincones donde la verdad no puede seguir escondida por mucho tiempo. Gabriel, en un acto de aparente honestidad, le confiesa a su tío Damián que él y Cristina compartieron un beso. No fue planeado —dice—, simplemente ocurrió porque ambos lo desearon. Pero insiste en que todo ha sido hablado y decidido: no volverá a repetirse. Además, recuerda, Cristina está comprometida y su boda está a la vuelta de la esquina.
Sin embargo, Damián no se deja convencer tan fácilmente. No importa si el beso fue consentido. Lo que le preocupa no es solo el acto en sí, sino el contexto, las consecuencias, el simbolismo de lo que podría convertirse en un escándalo si llegase a oídos ajenos. “Debiste haber tenido más juicio”, le reprocha con voz severa. Para él, ser mayor significa tener más responsabilidad, más control, más conciencia sobre lo que está en juego.
Gabriel, por su parte, intenta mantener la calma. Le recuerda a su tío que, aunque vivan bajo el mismo techo, su vida sentimental debería seguir siendo suya. Pero Damián insiste: esto no es solo un asunto privado. En una colonia donde los rumores se convierten en juicios y las emociones en armas, cada error personal puede convertirse en un desastre empresarial.
El apellido De la Reina no solo lleva peso en los contratos, sino también en cada mirada, en cada pasillo, en cada palabra que se escapa entre empleados. Ya ha habido situaciones similares en el pasado, recuerda Damián, y cada una ha dejado huella. No está dispuesto a ver repetir la historia, y menos con Cristina —una joven que ha ganado el respeto de todos, y también la simpatía de Irene.
Es precisamente Irene quien se convierte en el siguiente punto de fricción. Gabriel se queja de su actitud, de sus observaciones constantes. Le resulta molesto sentirse vigilado. Pero Damián, más diplomático que nunca, le explica que Irene ha tomado mucho aprecio por Cristina y lo que hace es por lealtad, no por malicia. Le pide, casi como favor personal, que no lo tome a mal.
Y en ese momento, Gabriel cede. No porque lo considere justo, sino porque es su tío quien se lo pide. Se levanta, cierra el tema con elegancia, y se despide diciendo que debe encargarse de unos contratos en el almacén.
Pero en el aire queda algo que ni la lógica ni la diplomacia pueden borrar: la sospecha de que lo que comenzó como un beso furtivo podría esconder emociones más profundas, y decisiones que aún están por venir.
¿Es este el fin de la historia entre Gabriel y Cristina? ¿O tan solo el principio de un juego peligroso donde la pasión y el deber colisionan sin remedio?