El sonido de cajas y frascos de vidrio rompía el silencio del hogar, mientras Carmen y Tasio ayudaban a Luis a trasladar su laboratorio personal a una de las habitaciones de la casa. La escena, que podría parecer trivial, escondía mucho más que la reorganización de un espacio: era el reflejo de un hombre que se resistía a quedarse quieto, incluso tras haber pasado por una operación delicada. Luis, con una sonrisa serena pero decidida, les aseguraba que estaba perfectamente para retomar su trabajo. “Que sí, Carmen, que sí. ¿No me ves?”, repetía una y otra vez, intentando convencerla… y quizás también convencerse a sí mismo.

El motivo de su premura no era solo su pasión científica. El nuevo perfume que preparaba no era uno más: era la gran apuesta de la empresa para no quedar rezagada ante la competencia feroz de Floral. Don Pedro había dejado claro que, gracias a la llamada de Luis en el momento justo, habían evitado una catástrofe comercial. Ahora, desde la supuesta tranquilidad de su hogar, Luis quería continuar con los avances necesarios hasta que pudiera volver oficialmente a la fábrica. Pero no contaba con una autorización médica aún. O, más bien, como bromeó Carmen, con la autorización de su mujer, Luz.

La casa, otrora tranquila, comenzó a transformarse. Frascos, probetas, pipetas, vaporizadores… todo encontraba su sitio en el antiguo dormitorio de Luis, aquel que había quedado en desuso desde que él y Luz se mudaron al piso inferior tras casarse. Ahora, ese cuarto olvidado revivía con olor a químicos y sueños postergados. “Aquí apenas entra nadie”, le explicó Luis a Tasio, intentando justificar su elección del espacio. “Y si a alguien le molesta, pues que se aguante”, añadió, dejando entrever que no todos en la familia estarían contentos con este improvisado laboratorio doméstico.

Carmen no pudo evitar mencionar a Digna. “No me quiero ni imaginar su reacción”, dijo entre risas nerviosas. Pero Luis, lejos de inmutarse, reveló su pequeño truco: su madre le había prohibido ir al laboratorio… pero no que el laboratorio viniera a él. Una jugada maestra de lógica y obstinación.

Con complicidad silenciosa, Luis le pidió a Tasio que mantuviera todo esto en secreto. Don Pedro había sido muy claro: los primos no debían saber nada. Aunque las razones aún no estaban del todo claras, la consigna era proteger la información a toda costa. “Yo soy una tumba”, prometió Tasio, sin dudar. “Y yo estoy al quite, tranquilo”, añadió.

Mientras el laboratorio tomaba forma, Carmen y Tasio se preparaban para marcharse. Habían usado una furgoneta de la empresa para trasladar todo el equipo y necesitaban devolverla. Pero antes de irse, Carmen soltó con orgullo un detalle inesperado: ella había conducido el vehículo. A Luis se le iluminó el rostro. No solo por el hecho en sí, sino porque eso significaba que su amiga estaba superando un miedo antiguo. “Lleva este de copiloto, un infierno”, bromeó ella, señalando a Tasio. Que si más rápido, que si más lento, que si el volante no se coge así… la típica desesperación del copiloto que cree saberlo todo. “Tú eres un santo, ahora”, ironizó ella. Pero entre risas, quedaba claro que el favor les había servido también para fortalecer su amistad.

Antes de irse, Luis repasó con meticulosidad todo el equipo: pipetas graduadas, agua desmineralizada, papel secante, vaso vaporizador… pero entonces algo lo sacudió: se había olvidado los embudos. No uno, sino los dos. Carmen, sin entender demasiado de instrumentos de laboratorio, solo pudo señalar la caja en la que probablemente estaban. Finalmente, todo estaba en su sitio. “Echaba mucho de menos todo esto”, confesó Luis, dejando escapar una emoción que iba más allá de la química. Era el anhelo de volver a sentirse útil, de retomar el control, de no dejarse arrastrar por la convalecencia.

Una vez que se quedaron solos, el ambiente cambió. El silencio que dejó la partida de Carmen y Tasio permitió que Luis se enfrentara a una verdad que había estado ignorando: su cuerpo aún necesitaba reposo. La operación había sido reciente y exigente. Y aunque su mente bullía de ideas y fórmulas, su físico le recordaba, con punzadas sutiles, que aún no estaba listo para darlo todo.

Pero Luis era terco. Tenía una meta y estaba dispuesto a correr riesgos. Sabía que cada avance en su fórmula podía significar la salvación de la empresa, pero también, tal vez, la consolidación de su propia identidad. Ya no era solo el yerno de doña Digna, ni el marido de Luz. Era un químico brillante con una idea revolucionaria. Y aunque el mundo no estuviera listo para verlo, él ya había empezado su carrera contra el tiempo.

Lo que aún no sabía era que el laboratorio en casa traería más consecuencias de las que imaginaba. Secretos que creía enterrados saldrán a la luz, y su proyecto, más que una fórmula, se convertirá en una bomba emocional para toda la familia.

Porque en Sueños de libertad, la ciencia no solo mezcla sustancias: también revuelve pasados, desafía amores y desentierra verdades que algunos preferirían dejar ocultas para siempre.

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