En el palacio de La Promesa, el ambiente está más enrarecido que nunca. Las decisiones torpes de Alonso, su falta de carácter y su creciente dependencia emocional hacia Leocadia lo están arrastrando hacia un abismo personal y familiar. El marqués, que durante años fue víctima de la manipulación de doña Cruz, ahora se encuentra completamente entregado a una nueva figura autoritaria: Leocadia, la postiza, como muchos en la casa la llaman con desdén. Y es que esta mujer, lejos de buscar armonía, ha venido a imponer su ley, dividir y desestabilizar la poca paz que quedaba entre los muros de la mansión.
La última decisión polémica ha sido la fulminante expulsión de Petra, una pieza clave en la maquinaria interna del palacio. Aunque Catalina actuó pensando en el bien común y en resolver las tensiones constantes entre Petra y el resto del servicio, la decisión fue vista por algunos, especialmente Leocadia, como una intromisión sin permiso. Y ahí empezó todo.
Catalina, firme y decidida, no se dejó amedrentar. “¿Echa en falta el consentimiento de mi padre o el suyo propio?”, preguntó, enfrentando a quienes cuestionaban su autoridad. Pero Alonso, como tantas veces antes, volvió a decepcionar. En lugar de apoyar a su hija, escuchó a Leocadia. Y eso lo cambió todo.
Leocadia, dolida por la salida de Petra —quien actuaba casi como su espía personal dentro de la casa—, no tardó en maniobrar para reinstaurar su control. Sabe que sin Petra pierde ojos y oídos, justo en un momento en el que ha comenzado a sospechar de la estrecha relación entre su hija Ángela y Curro. Esta cercanía, evidentemente, no le hace ninguna gracia.
Los celos y el miedo al descontrol llevan a Leocadia a hablar con Alonso, pidiéndole que intervenga. Y Alonso, en su ya crónica tibieza, lo hace. Le ordena a Curro alejarse de Ángela. Sin argumentos sólidos, sin escuchar a su hijo, sin pensar.