—Yo lo que no quiero es verte llorando por los rincones, Claudia. Ya te los conoces todos… —dijo Carmen, con esa mezcla de dureza protectora que solo las amigas verdaderas pueden permitirse. Su tono era claro: esto con Raúl no le olía bien.
Claudia bajó la mirada. No le hacía falta que se lo repitieran. Desde que supo que iba a pasar la tarde con él, no había podido evitar emocionarse. Pero esa emoción venía con un sabor agridulce que no lograba sacarse de encima.
—Carmen, tampoco te pases —intervino otra de las chicas—. Que te recuerdo que tú intentaste emparejarlo con tu hermano.
—Bueno, pero eso fue distinto —respondió Carmen, defendiéndose—. Yo ahí veía un interés claro. Por parte de él, claro. Y además, lo hacía para que Claudia se distrajera un poco de… bueno, ya sabéis.
—Y porque en el fondo creías que con Claudia tu hermano se iba a enderezar, ¿no?
—Sí. Me equivoqué, pero rectifiqué a tiempo, ¿o no?
El grupo guardó silencio unos segundos. Todas sabían que no era tan fácil. Que los errores del corazón rara vez se solucionan con una simple corrección de rumbo. Claudia, por fin, habló.
—Chicas, dejadlo. Carmen tiene razón. Desde que me enteré de que iba a quedar con él esta tarde… no he podido evitar ilusionarme.
Todas se miraron. ¿Cómo decirle que eso era precisamente lo peligroso?
—Ay, Dios mío —murmuró una de ellas—. ¡Y eso que hace dos días él mismo te puso freno!
Claudia fingió no entender.
—No sé a qué te refieres.

—Pues que si tú y yo salimos por ahí a tomar algo —había dicho Raúl—, podríamos confundirnos. Y no me parece justo para ti. Porque sabes que acabo de salir de una relación complicada, y… bueno, creo que no estoy preparado ahora para… para algo serio.
—¿Para tomarte una leche merengada? —ironizó Carmen en su memoria—. Pues chico, no sé.
Claudia se encogió de hombros. Lo pensaba y todo le parecía confuso: si lo veía, sufría. Si no lo veía, también.
—Lo mejor es que me quede quietecita y sola. Es como mejor estoy.
—¡Uy, sola no vas a estar! —exclamó una de las chicas, abrazándola—. Tienes a tus hermanas pesadas que no te van a dejar ni respirar. Aquí estamos para lo que necesites.
—¿Y qué hago? ¿Lo dejo plantado esta tarde?
—Tranquila —le dijo Carmen—. El muchacho se lo va a pasar igual de bien con nosotras. Y si hace falta, yo le busco con quién echar la partida. Que no se diga.
—¡Ah, no! A mí no me mires —saltó otra—. Que una cosa es apoyarte y otra regalarme a Raúl.
—Carmen, muchas gracias. Eres un sol —dijo Claudia con ternura.
—Nah, te lo mereces.
En ese momento, la puerta se abrió. Era Gema.
—¡Hola, chicas!
—Gema, espera un momentito —dijo Fina—. Tengo algo que darte.
—¿El qué?
—Espero que te gusten… —respondió Fina, sacando de su bolso unas fotos.
—¡No me digas que ya revelaste las fotos de Teo!
Fina asintió con una mezcla de orgullo tímido.
Las chicas se agolparon para verlas. Sus reacciones fueron inmediatas.
—¡Ay, Fina, son preciosas!
—Pero si parece un niño de revista —dijo una de ellas.
—Cepina… ¡la madre que te trajo! Pero mira qué mano tienes para esto, hija. ¡De verdad!
En medio de las lágrimas contenidas de Claudia, las bromas, los recuerdos amargos y los consuelos sinceros, había algo que brillaba entre todas: la certeza de que, mientras estén juntas, ninguna de ellas se va a caer sin que las otras estén para levantarla.
¿Y si a veces el mejor amor no es el romántico, sino el que nace entre amigas que saben cuándo decirte la verdad… aunque duela?