En el corazón de la casa De la Reina, el eco de una tensión contenida envuelve a Andrés y María, un matrimonio que, cada día, parece caminar más sobre cristales rotos. Esta vez, la conversación gira en torno a algo aparentemente práctico: encontrar una enfermera que cuide de María. Pero lo que empieza como un diálogo cotidiano, pronto se transforma en una batalla emocional donde cada palabra es un reproche velado.
Andrés insiste en que deben contratar a una profesional, y tiene a alguien en mente: Olga. Su currículum es impecable, tiene experiencia, y podría ser una buena compañía para María. Además, él necesita volver a centrarse en su trabajo. Pero María no quiere saber nada. Su negativa no nace de la lógica, sino de un rechazo visceral. No es que Olga no sea competente… es que viene recomendada por Begoña. Y si hay un nombre que despierta todos sus demonios, es ese.
Para María, aceptar a Olga no solo es una amenaza a su autonomía, es una humillación, una rendición ante la sombra omnipresente de Begoña. Andrés, agotado, le recuerda que no pueden seguir postergando el tratamiento. La salud de María está en juego, y no pueden permitirse más retrasos. Finalmente, ella accede, pero con condiciones: solo una semana de prueba. No es una concesión, sino un intento de retener el poco control que le queda sobre su cuerpo… y sobre su mundo.
La tensión se corta de forma abrupta cuando un criado entra, visiblemente alterado: doña Begoña ha sufrido un ataque en el dispensario. Alguien le ha golpeado en la cabeza y, aunque está bien, se dirige a la Guardia Civil para presentar una denuncia. En ese instante, el rostro de Andrés se transforma: su impulso inmediato es ir a verla. Pero María, como si leyera su mente, lo detiene con un grito desesperado:
—Andrés, soy tu mujer. Decidiste estar conmigo para lo bueno y para lo malo.
No le suplica como una esposa herida, sino como alguien que siente que está perdiendo una guerra silenciosa. Le recuerda que, si va a ver a Begoña, se reabrirá la herida pública de su escándalo pasado. La gente hablará. Marta está allí. Y todo, una vez más, girará en torno a la otra mujer.
Andrés, herido por dentro pero aún racional, intenta desestimar la escena con un “por favor, María, no seas ridícula”. Pero algo en su interior sabe que no puede continuar ignorando el frágil equilibrio de su matrimonio. Decide quedarse. No irá al cuartelillo. Si Begoña ha tenido fuerza para caminar hasta la Guardia Civil por su cuenta, también la tiene para enfrentar el resto sola.
Propone una estrategia absurda pero reveladora: que todos en la casa, durante la cena, se interesen por el estado de Begoña, como si fueran una familia unida y funcional. Como si pudieran fingir normalidad, aunque todo esté roto por dentro.
María guarda silencio por un momento. Su rostro ya no expresa rabia ni celos, sino una tristeza resignada. Y entonces dice, casi susurrando:
—Tengo muy claro cuál es mi sitio.
No lo dice con orgullo ni valentía, sino con la amargura de quien sabe que, aun ganando una pequeña batalla, ha perdido algo mucho más profundo. Porque aunque Andrés se quede, aunque Olga llegue solo por una semana, aunque el escándalo se evite por ahora… Begoña sigue siendo una presencia constante. No solo en la vida de Andrés, sino en la memoria colectiva de todos. Y eso, María lo sabe.
Ese “sitio” del que habla no es solo su lugar en la casa, sino en la vida de su esposo. Es una confesión disfrazada de aceptación, una rendición que duele más que mil reproches. Porque hay batallas que no se pierden en voz alta, sino en el silencio.
En Sueños de libertad, capítulo 346, las heridas emocionales no sangran, pero marcan. Y este capítulo no es uno más. Es un recordatorio de que las cadenas invisibles —los celos, el miedo al abandono, la necesidad de sentirse vista— pueden ser las más crueles. María lucha no contra Begoña, ni contra Olga, ni siquiera contra Andrés. Lucha contra una historia que se repite y la arrastra, contra un amor que quizás nunca fue solo suyo, y contra la sospecha de que, incluso amada, sigue siendo una sombra en su propio hogar.