Fueron las palabras que Joaquín pronunció con los ojos encendidos de furia, mientras todos los miembros de su familia lo miraban en silencio, sorprendidos por una tormenta que hasta ese momento solo se intuía en el horizonte.

Lo que comenzó como una cena aparentemente pacífica en casa de los Merino, preparada con esmero por Gema para calmar las aguas, se transformó en un campo de batalla emocional. Don Pedro, con su sonrisa de patriarca, propuso un brindis por el éxito de Luis en la campaña de perfumes. Las risas fueron breves. El silencio de Joaquín, en cambio, fue ensordecedor.

Cuando Don Pedro le preguntó directamente qué opinaba sobre la expansión internacional, Joaquín estalló. Con sarcasmo primero, y luego con brutal franqueza, lanzó una acusación que heló la sangre a todos los presentes: que Don Pedro lo había drogado intencionadamente para hacerlo fracasar como director, que manipuló a un operario para sabotear su imagen… y que incluso podría estar detrás de la muerte de Jesús de la Reina.

Digna, su madre, intentando detenerlo, le cruzó la cara con una bofetada, pero ya era tarde. Joaquín se levantó y se fue, dejando una verdad colgando en el aire que ya nadie podía ignorar. En la intimidad de su cuarto, su rabia no se calmó: se transformó en una determinación ciega. Digna fue tras él. Lo encontró convulsionando de dolor y verdad. Y entonces ella, entre lágrimas, le soltó una confesión devastadora: Jesús no murió por culpa de Pedro… sino por ella.

La confesión quebró a Joaquín. Su cruzada ya no tenía un objetivo claro. ¿Qué se hace cuando uno ha confundido enemigo con madre?

Mientras tanto, al otro lado del pueblo, en casa de los De la Reina, otra partida se jugaba con igual intensidad. Gabriel se acercó a María con una mezcla peligrosa de seducción y amenaza. Le reveló que conoció a Jesús, que se aliaron cuando ambos fueron marginados por la familia. Que el plan original era destruir a Damián… y ahora él venía a ejecutarlo.

María intentó alejarse, lo enfrentó, pero Gabriel tenía el arma perfecta: una confesión escrita de Jesús en la que se afirmaba que María había matado a Víctor Sarate y que él la ayudó a encubrir el crimen. Si hablaba, iría a la cárcel. Si callaba… se volvía cómplice de una nueva venganza.

Justo entonces, Andrés apareció y se llevó a María sin sospechar que ella ya no era libre, ni emocional ni moralmente. La jaula en la que había vivido se había transformado en un laberinto sin salida.

Las consecuencias no tardaron. Digna, rota por dentro, intentó razonar con su hijo, pero las palabras ya no bastaban. Joaquín había declarado la guerra, pero su enemigo se desdibujaba con cada nuevo giro. La verdad no era lineal. Ni pura. Ni siquiera justa.

En medio de todo esto, una pregunta flota, cargada de culpa, de duda, de horror y necesidad:

¿Puede el amor por la verdad destruir todo lo que uno ama… incluso a una madre?