En Sueños de libertad, la oscuridad emocional que envuelve a María se intensifica en este capítulo, donde su fragilidad queda completamente expuesta en una conversación íntima y devastadora con Raúl. Tras su intento de suicidio, todo en ella grita auxilio, aunque sus palabras, muchas veces, parezcan empapadas de resignación y derrota.
La escena comienza en penumbra, con María recostada, los ojos perdidos en el vacío, y Raúl sentado a su lado, aún con el rostro marcado por el miedo de casi haberla perdido. Su voz tiembla cuando le confiesa que se siente culpable por no haber hecho más para evitar lo que pasó. Pero María lo detiene en seco. Le dice que no debe culparse, que en realidad él fue quien impidió que lo consiguiera. Lo llama su “ángel de la guarda”, su único consuelo en un mundo que la ha ido empujando lentamente al borde.
“Cuando estás cerca… me siento menos sola”, susurra, y en esa frase hay más verdad que en cualquier otra cosa que haya dicho en días. Su dependencia emocional hacia Raúl, su necesidad de sentirse vista, querida, acompañada… todo eso sale a la luz de forma desgarradora.
Raúl intenta reconfortarla. Le recuerda que no está sola, que su marido y su familia la quieren, que se preocupan por ella. Pero María, rota por dentro, le lanza una mirada cargada de dolor y escepticismo: “¿Tú crees? Para ellos soy una molestia. Si pudieran, se librarían de mí.”
Esas palabras no son fruto del capricho ni del drama, sino de una herida profunda que lleva sangrando en silencio desde hace mucho tiempo. María se siente invisible. Una carga que nadie quiere cargar. Recuerda cómo fue al principio, cuando llegó a esa casa con ilusiones y promesas. Todo era sonrisas, cuidados, atención. Andrés, su esposo, parecía devoto de ella. “Pensaba que era la mujer más afortunada del mundo”, dice con una sonrisa amarga. Pero todo cambió. Lentamente, sin darse cuenta, fue quedando al margen.
Y entonces aparece otro nombre: Gema, la esposa de don Joaquín. Fue su amiga, su confidente, su único lazo sincero dentro de esa casa. Gema la cuidó, la escuchó, le tendió la mano cuando más lo necesitaba. Pero ahora, incluso ella se ha alejado. “La echo tanto de menos…”, confiesa María, y el silencio que sigue es casi insoportable. Otra pérdida más. Otro vacío imposible de llenar.
Raúl no se rinde. Le recuerda que aún tiene personas a su lado. Él, por ejemplo. También Manuela. Y la señorita Julia, que la quiere de verdad, como a una hermana. Intenta que María vea la luz entre tanta oscuridad, que se aferre a los vínculos que todavía existen.
Pero es inútil.
María ya no cree en las palabras. Ya no cree en promesas. Ya no cree en nada. La tristeza que la habita ha echado raíces tan profundas que ni siquiera el afecto más sincero parece alcanzarla.
Cierra los ojos, agotada. Y en un murmullo que hiela el corazón, lo resume todo: “Nada es suficiente. Ni el amor, ni la compañía. Estoy vacía por dentro.”
Raúl la mira con lágrimas en los ojos. Quiere hacer más, quiere salvarla, pero sabe que la batalla de María es contra sí misma. Una guerra silenciosa que se libra en cada pensamiento, en cada madrugada en vela, en cada mirada que no se siente reflejada en nadie.
Así concluye este capítulo brutalmente honesto de Sueños de libertad. Con una mujer al borde del abismo, un hombre que quiere salvarla, y una casa donde las apariencias lo esconden todo… menos el dolor.
💔 ¿Será capaz María de encontrar una razón para vivir? ¿O seguirá sintiéndose como una carga imposible de amar?
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