En el episodio 336 de Sueños de libertad, el hogar de los De la Reina se convierte en un campo de batalla emocional cuando estalla un nuevo y desgarrador conflicto entre Andrés y María. Lo que comienza como una simple conversación termina con palabras que cortan como cuchillas y una amenaza que desvela hasta dónde puede llegar el desespero de Andrés.

Todo arranca cuando Andrés, agotado tras un día de trabajo y con el alma arrastrando preocupaciones, se sienta frente a María con la intención de conversar. Viene con la voz entrecortada por la tensión y una preocupación genuina que no sabe cómo canalizar. Pero María, cargada de ira contenida, lo recibe con distancia helada. A su lado, Matías y Fina observan con nerviosismo la tormenta que se avecina.

Andrés intenta suavizar el momento con palabras amables, agradeciéndole por recibirlo, pero enseguida saca el verdadero motivo de su visita: la caída que María ha sufrido. Una caída que ella no ha contado ni siquiera a la doctora Luz. Andrés, consternado, no entiende por qué ha ocultado algo tan grave, considerando que María ya no tiene sensibilidad en las piernas. María, sin embargo, resta importancia con un tono burlón: “¿Para qué? No me ha pasado nada”. Pero la gravedad está en lo que no se ve, en el daño silencioso, en el deterioro emocional que María se niega a enfrentar.

Andrés intenta razonar con ella. Le recuerda lo duro que es su situación, pero también lo mucho que podría mejorar si aceptara recibir ayuda. María, harta de lo que percibe como un sermón disfrazado de compasión, dispara sarcasmo: “¿Qué quieres? ¿Que me apunte a un curso de magia para aprender a levitar?”. Su voz se quiebra por momentos, entre rabia y desesperanza. No quiere que la vean como débil, como una inválida. Pero su rechazo a todo lo que simbolice dependencia está minando su propia recuperación.

El momento crítico llega cuando Andrés le propone lo que para él es una solución, pero para María es una traición: llevarla a una residencia especializada. Luz, la doctora, le ha hablado de un centro donde podría mejorar tanto física como mentalmente. Andrés, con el corazón en la mano, le suplica: “Allí te pueden ayudar más que nosotros. Quiero que vuelvas a vivir”. Pero lo que María escucha es otra cosa. Lo interpreta como abandono, como si quisieran deshacerse de ella.

Con un grito cargado de furia, María le ordena que se lleve la bandeja y que se largue. “¡Ya le dije a tu padre que ni por asomo voy a permitir que me encierren en uno de esos cementerios vivientes!”. No quiere escuchar más. Para ella, esas residencias no son lugares de cuidado, sino prisiones con cortinas limpias. Rechaza la idea de salir de su casa para someterse a lo que considera una “terapia inútil”.

La discusión alcanza su punto más tenso cuando Andrés, frustrado por la impotencia y el rechazo, le lanza una frase cargada de desesperación y autoritarismo: “Soy tu marido… y si lo considero oportuno, te podría llevar allí sin tu consentimiento”. Una declaración que deja helados a todos los presentes. No es solo una amenaza; es la expresión de un hombre que ya no sabe qué más hacer para rescatar a su esposa del abismo en el que se está hundiendo.

María se queda sin palabras por un instante. El silencio posterior es más elocuente que cualquier grito. El amor, la comprensión y el respeto han sido reemplazados por un forcejeo emocional que ambos están perdiendo. Esta escena nos muestra el profundo desgaste que puede provocar una enfermedad crónica, no solo en quien la padece, sino también en quienes la rodean.

Y mientras Andrés se marcha, derrotado y con la voz quebrada, Fina intenta consolar a María, pero ella ya no permite que nadie se acerque. Se siente sola, herida, y más encerrada que nunca… pero no en una residencia, sino en su propia mente. Una mente que grita sin que nadie escuche del todo.

Este capítulo es un reflejo brutal de cómo el amor puede desgastarse bajo el peso de la frustración, de cómo el dolor no tratado puede envenenar una relación, y de cómo incluso las mejores intenciones pueden terminar haciendo daño cuando no hay espacio para el entendimiento mutuo.

La tensión en la familia crece, y lo que parecía un episodio más, se convierte en un punto de quiebre. ¿Podrá Andrés encontrar una forma de ayudar sin imponer? ¿Logrará María abrir una rendija a la posibilidad de sanar? ¿O esta herida terminará separándolos para siempre?

Solo queda una certeza: nada volverá a ser igual.