En La Promesa, el palacio vuelve a convertirse en el epicentro de intrigas, mentiras y revelaciones que cambian el destino de todos. Esta vez, el corazón de la tormenta tiene nombre: Leocadia. Y su blanco es claro: Curro, el hijo bastardo que se niega a dejarse silenciar. Pero lo que ella no sabe es que sus días de manipulación están contados. Alonso, atrapado entre el deber, la culpa y la verdad, abrirá los ojos y, por primera vez, tomará partido con el corazón.
Todo comienza con una jugada calculada de Leocadia. Sabe que Curro representa una amenaza para su poder y que su insistencia en descubrir lo ocurrido tras la caída del caballo —la misma que casi le cuesta la vida— podría exponerlo todo: desde sus secretos con Lorenzo hasta la conspiración que intentaron encubrir tras la tragedia de Eugenia. Por eso, frente a las llamas danzantes de la chimenea, urde su plan. Frente a un Lorenzo nervioso y casi suplicante, Leocadia dicta su sentencia: hay que deshacerse de Curro. No con violencia, sino con inteligencia. Convencerán a Alonso de enviarlo lejos, a Italia, como si fuera un favor, un gesto diplomático. Pero en el fondo, será un destierro.
Horas después, Leocadia irrumpe en el despacho del marqués. Con voz pausada, mirada estratégica y falsa preocupación, lanza su discurso. Le habla de rumores, de escándalos, de cómo la figura de Curro mancha el nombre de los Luján. Utiliza a Eugenia, la tragedia del acantilado, los susurros del pueblo, incluso el miedo de Alonso a otro escándalo público. “La casa Luján nunca ha estado tan expuesta al ridículo como ahora”, dice sin titubear, sabiendo que cada palabra es un dardo directo al ego del marqués. Y cuando menciona a un conde en Siena que puede acoger a Curro, todo suena tan razonable, tan inevitable, que Alonso guarda silencio.
Y ese silencio… es aceptación.
Al día siguiente, con la conciencia cargada y el corazón dividido, Alonso cita a Curro en su despacho. Tiene sobre el escritorio una carta de recomendación cuidadosamente sellada. La decisión parece tomada. Cuando Curro llega, percibe el aire tenso. El marqués habla con voz baja pero firme. Le explica que, por el bien de todos, lo mejor es que se aleje un tiempo. Que el conde Loretani lo acogerá en Siena, que será tratado con respeto, que es un retiro digno. Pero Curro entiende de inmediato: lo están echando. A pesar de la decepción y el dolor, asiente. No quiere convertirse en un problema. Hace sus maletas y se dirige a la salida sin hacer ruido, como un fantasma más del palacio.
Pero cuando cruza el umbral, una voz potente retumba por el vestíbulo: “¡Curro, detente!”
Alonso aparece con el rostro desencajado, los ojos húmedos y el alma hecha pedazos. Corre hacia su hijo y, con el pecho agitado, pronuncia una frase que rompe con todo: “No puedo hacerlo. No puedo echarte. No tengo el valor de repetir los errores del pasado. Eres mi hijo, y mereces estar aquí.”
Los criados se detienen. Los murmullos se apagan. El silencio se hace denso. Curro lo mira, incrédulo. Y entonces Alonso se vuelve hacia Leocadia, que ha presenciado la escena desde lo alto de las escaleras. Con voz dura, grave y sin temblor, sentencia: “Tú eres la que debe irse.”
El marqués ya lo sabe todo. Descubrió sus mentiras, sus manipulaciones, su alianza con Lorenzo, incluso sus intentos de sabotear a Eugenia. En los días previos, hurgando entre papeles antiguos y tras un encuentro inesperado con Catalina, Alonso ató cabos. Supo de las cartas, de las visitas nocturnas, de las frases veladas que Leocadia repetía como cantos de control. Y ahora, frente a todos, expone la verdad: Leocadia no protegía a la familia, la estaba destruyendo desde adentro.
Ella intenta hablar, justificarse, manipular una vez más. Pero ya no tiene poder. Alonso no la escucha. Ordena que abandone el palacio de inmediato. Que recoja sus cosas y desaparezca. Por primera vez en mucho tiempo, Curro ve a su padre defenderlo sin ambigüedades. Y ese gesto lo marca para siempre.
Leocadia, humillada y sin aliados, se marcha con la cabeza alta, pero con el alma derrotada. Su caída es pública, dolorosa y definitiva.
Curro, aún aturdido por todo lo vivido, no sabe si abrazar a Alonso o alejarse para siempre. Pero el marqués le toma del hombro y le dice, con voz entrecortada: “Perdóname por todo lo que no supe ver. Quiero recuperar el tiempo perdido, si tú me dejas.”
En La Promesa, el linaje, la sangre y los secretos han sido siempre cadenas invisibles. Pero en este episodio, el amor rompe con todo. Alonso ha decidido mirar de frente a su pasado, proteger a su hijo y expulsar de su vida a quien solo sembró oscuridad. El palacio comienza a sanar… aunque los ecos de Leocadia aún susurren entre las paredes.
Y lo que Curro no sabe es que su permanencia en La Promesa será más peligrosa que nunca… porque Lorenzo, ahora desesperado y sin escudo, podría ser capaz de todo.
¿Te gustaría que prepare una continuación con la reacción de Catalina, Cruz o Lorenzo ante este giro?