El Palacio de La Promesa vuelve a ser escenario de secretos que amenazan con quebrar el frágil equilibrio de una aristocracia vestida de solemnidad… y mentiras. En este nuevo capítulo, los muros milenarios parecen estremecerse con las confesiones y traiciones que se avecinan, y Catalina está a punto de ser testigo —y víctima— de una de las revelaciones más demoledoras.
Todo comienza con un aire extraño que recorre el gran salón, donde los candelabros apenas iluminan las sombras que los secretos proyectan sobre los tapices. Allí, Toño aparece, vestido de ceremonia, pero con la mirada vacía. Lo que debía ser una unión, una celebración de amor, se desmorona con un suspiro contenido. Simona, que ha puesto su fe en esa relación, descubre la cruel verdad: el matrimonio que le prometieron no era más que una farsa decorada con encajes ajenos y flores marchitas. No hubo votos, ni alianzas con el escudo de familia. Solo una argucia urdida para proteger un pasado que grita desde las sombras.
Simona se derrumba. Sus sueños, bordados entre manteles y madrugadas, se desvanecen como polvo en un corredor de piedra. La tormenta personal de Toño —el hijo perdido entre tabernas oscuras, entre silencios maternales que lo protegieron de la vergüenza— sale a flote, arrastrando a todos consigo. Y es Manuel quien lo paga con canas tempranas y temblores de quien ha callado demasiado. Una promesa hecha años atrás, a raíz de una carta enviada por un amante olvidado, cobra vida en forma de revelación y caos.
Mientras tanto, en las galerías altas, Leocadia camina entre retratos antiguos. Sus pasos son tan fríos como su mirada cuando descubre a Curro y Ángela demasiado cerca. Para la alta sociedad, un abrazo entre una institutriz y un joven de sangre noble puede costarle al muchacho no solo el honor, sino toda su fortuna. Leocadia lo sabe. Lo ha vivido. Y por eso actúa. Porque ella misma alguna vez escondió cartas de amor en cofres secretos, obedeciendo mandatos crueles que le arrancaron la felicidad.
El rechazo de Curro, azuzado por su padre, se siente como un mazazo para Ángela. En la familia Valdés, basta con un rumor para vestir de luto al servicio. El amor entre ambos se vuelve imposible, un crimen no declarado que arde en el pecho de la joven. Su voz, antes melodía entre las paredes del palacio, ahora se apaga en el miedo. El carruaje que cada lunes espera en la entrada ya no es una rutina… es una amenaza.
Y entonces, irrumpe una figura inesperada: Lisandro. El duque silencioso. El hombre al que Adriano le salvó la vida al lanzarse a un río para rescatarlo. Todos esperaban gratitud, una cena en su honor, un gesto que equilibrara la balanza. Pero Lisandro calla. Y ese silencio pesa. Los rumores no tardan en brotar. Algunos afirman que su ducado fue comprado en una subasta tras la ruina familiar. Otros susurran que guarda cartas dirigidas al mismísimo rey, documentos capaces de tambalear tronos.
Catalina comienza a atar cabos. Su instinto, agudo como la aguja que teje su destino, no la deja en paz. Algo no cuadra. Y cuando finalmente lo descubre, el impacto es brutal: Lisandro y Adriano no son simples aliados por un gesto heroico… están ligados por una verdad antigua, una alianza sellada por pactos que escapan incluso al conocimiento del rey. Catalina, junto a su esposo, se queda sin palabras cuando se revela el “regalo” que el duque les tenía preparado: no una joya, ni una tierra, sino una clave para un pasado que pone en jaque su presente.
En paralelo, los sótanos del palacio se convierten en escenario de otro misterio. Pía y López, en una búsqueda desesperada, encuentran planos ocultos, relicarios con símbolos extraños, y un códice sellado que habla de rituales olvidados y hermandades secretas. Entre los pliegues de pergaminos malditos, se nombra una cripta bajo la capilla… y un cofre sellado con el emblema de Carlos V. Las piedras crujen sobre sus cabezas, como si los propios muros quisieran callarlos.
Y como si fuera poco, Samuele recibe una carta escrita con tinta violeta, símbolo de la alquimia y de secretos imperiales. El emblema de Petra, una sociedad que pretende restaurar el trono a un heredero perdido, aparece en el sobre. La misiva afirma que Samuele no es hijo legítimo, sino fruto de un amor prohibido entre una condesa y un trovador italiano. Esa revelación no solo lo rompe por dentro… lo coloca en el ojo de un huracán político que amenaza con devorarlo todo.
María Fernández, al enfrentarlo, lo arrincona con preguntas afiladas. Y él, al fin, se quiebra. La espada de un antiguo duque, junto con su pasaporte real, yacen ocultos en una cripta. Y con esa confesión, la intriga se expande como una ola imparable. Guardias sospechan. Criados murmuran. Leocadia presiente que el orden que ha protegido durante décadas está a punto de colapsar.
Y como si los corazones no tuvieran ya suficiente peso, el romance entre Rómulo y Emilia se hace público. Una alianza entre capital y nobleza que incomoda a más de uno. Un beso que no solo desafía clases sociales… sino que puede sellar el futuro de las alianzas palaciegas. Pía, incrédula, escarba entre archivos y mapas, descubriendo incluso la ubicación de un tesoro imperial que podría cambiar el destino de todos.
Las verdades salen a la luz como dagas brillantes. Cada historia se entrecruza con otra, cada mentira revela un nuevo crimen, cada beso clandestino deja cicatrices que no sanan. La Promesa ya no es solo un título de honor. Es un campo de batalla donde lo más peligroso no son las espadas… sino los secretos.
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