En el capítulo 331 de Sueños de libertad, los fantasmas del pasado, el peso de la culpa y las heridas que no cicatrizan emergen con fuerza en una jornada marcada por decisiones difíciles y reproches silenciosos. La escena se abre con una María vulnerable, casi espectral, negándose a permanecer en el salón donde “pasó todo”. No quiere ver a nadie, no quiere sentir, no quiere recordar. Suplica a Andrés que la lleve de vuelta a su habitación, al único lugar donde puede esconderse del torbellino emocional que la consume. Aunque él intenta convencerla de quedarse, de ver un poco el sol, finalmente cede. Su gesto, más que el de un marido, parece el de un hombre vencido.

Pero antes de esa irrupción, en ese mismo salón donde el aire pesa más que las palabras, se desarrolla una conversación tensa y reveladora entre Begoña y Damián. Ella baja buscando refugio en el silencio, deseando volver a su habitación sin más compañía que sus pensamientos. Sin embargo, Damián la intercepta con una copa en la mano y una mirada que, aunque dura, se esfuerza por parecer acogedora. Le ofrece un trago y una conversación. Y Begoña, pese a su resistencia inicial, accede.

Hablan de Gabriel, el hijo de Damián, y de su reciente visita a la colonia. Begoña describe a Gabriel como encantador, un hombre que parece tener luz propia. Pero debajo de ese comentario cortés se esconde una inquietud más profunda. Damián, perspicaz como siempre, percibe que hay algo más en su tono, algo que pesa y la dobla por dentro.

Entonces, Begoña lo dice: Andrés le ha pedido que rehaga su vida. Que él se encargará de María, que ella debe ser libre. Y aunque esas palabras podrían sonar a un acto de amor, para Begoña son un eco de renuncia. Ella sabe perfectamente lo que Damián piensa de su historia con Andrés. Lo ha dejado claro muchas veces: es un amor prohibido, imposible, un camino condenado al fracaso desde su inicio. Begoña, resignada, asume que Damián se alegrará de esa ruptura definitiva.

Pero el padre de Gabriel niega esa satisfacción. Reconoce que ambos —ella y Andrés— han sufrido. Que el amor no puede sostenerse en la clandestinidad y el remordimiento. Que, aunque cuando dos personas se aman pueden justificar cualquier locura, la realidad tarde o temprano les exige cuentas. Y que en esta historia, la presencia de María y la culpa que arrastra Andrés han dictado sentencia. No hay marcha atrás.

Damián, más pragmático que nunca, le suelta una frase que retumba como una sentencia: “Eres joven, eres libre, deja a mi hijo en paz.” Para él, todo esto es lo mejor que podía pasarle a Begoña. Una mujer que, aún con el corazón roto, tiene toda la vida por delante para recomenzar. Pero Begoña no se convence. Porque la libertad no siempre es alivio. Porque la juventud no consuela cuando el alma envejece de tristeza. Y porque amar no es tan sencillo como dejar ir.

Entonces plantea la gran pregunta: ¿Y qué pasa con Andrés? ¿Qué clase de vida quiere él para su hijo? Porque ella no puede ser feliz sabiendo que él está condenado a una existencia de renuncia. Damián le responde con dureza que a cada uno le toca vivir la vida que le ha tocado. Que si Andrés ha elegido cuidar a María, es porque alguien debe hacerlo. Y que esa es ahora su cruz.

Begoña, angustiada, no puede ignorar el peso que ve en los hombros de Andrés. Asegura que ya no es el mismo, que la culpa lo ha devorado por dentro. Y lanza una advertencia sombría: lo peor está por venir. Porque María no ha renunciado, no ha perdonado. Al contrario, planea vengarse. Lo enterrará en vida, lo consumirá lentamente. Y lo más devastador es que él lo permitirá. Porque en su mente ya no hay otra salida.

Y justo en ese momento, como si el destino jugara con sus palabras, aparece María acompañada de Andrés. Es una aparición inquietante. María, frágil pero firme, irrumpe en la escena con una petición clara: quiere irse de allí. No quiere estar en ese lugar que la sofoca, donde todo se vino abajo. Andrés trata de convencerla de quedarse, de respirar un poco de sol. Pero ella se niega rotundamente. No quiere ver a nadie, no quiere palabras, no quiere compasión. Y Andrés, derrotado, cede sin resistencia. La lleva de regreso a su habitación.

Este instante final es casi simbólico: Andrés llevando a María como si portara su propio castigo. Mientras Begoña observa en silencio, sabiendo que no puede competir con ese peso invisible llamado culpa. Y Damián, implacable en su razonamiento, reafirma que ese amor entre su hijo y Begoña debía morir. Que es hora de que ella siga adelante, aunque su alma se quede atrás.

Así concluye el capítulo 331 de Sueños de libertad, con un triángulo roto, una mujer destrozada, otra decidida a vengarse, y un hombre que ha dejado de luchar por sí mismo. La libertad, en esta historia, es tan amarga como una despedida. Y la juventud, una promesa hueca cuando el corazón está cansado de perder.