En Sueños de libertad, el capítulo 330 nos regala una escena cargada de emoción, ansiedad y complicidad inesperada entre dos personajes que, aunque alejadas por caminos distintos, encuentran un punto de unión en la vulnerabilidad. Esta vez, es Cristina quien, envuelta en la angustia por un fallo en el laboratorio, se derrumba ante Irene, dejando al descubierto sus miedos más profundos. Y es Irene, sorprendentemente serena y empática, quien le tiende la mano.
La escena comienza con Cristina conteniendo las lágrimas, luchando contra una tormenta interna que no logra disimular. Acaba de cometer un error en una de las mezclas del laboratorio, un fallo que, aunque asegura no fue culpa suya, amenaza con convertirse en el motivo de su despido. Con voz temblorosa y mirada esquiva, le confiesa a Irene su temor más inmediato: “Estoy convencida de que don Luis me va a pedir que me marche”.
Irene, que ha ido madurando silenciosamente en los últimos capítulos, adopta un rol maternal, de esos que rara vez se le ha visto. La escucha con atención, sin interrumpir, mientras Cristina desgrana sus pensamientos con una mezcla de ansiedad y orgullo herido. “Yo era la mejor de mi promoción. Nunca me equivocaba en la facultad. El laboratorio era mi terreno, el único lugar donde todo me salía bien”, confiesa, más consigo misma que con su interlocutora.
La perfección que tanto la definió durante su etapa universitaria ahora se convierte en una cárcel emocional. El error la desestabiliza no solo por las posibles consecuencias laborales, sino porque dinamita su autoconfianza, esa imagen que tanto ha construido de sí misma como joven promesa del mundo científico. Para Cristina, ese fallo no es solo una mancha en su expediente: es un símbolo de que quizás no está a la altura, de que el mundo real no es tan controlado como los laboratorios académicos donde solía brillar.
Irene, con una mirada que mezcla compasión y firmeza, le responde con una verdad que pesa pero libera: “En la universidad uno controla todo. En el trabajo, no. Hay muchas más variables. Y no todo depende de ti.” Le recuerda que equivocarse al principio es parte del proceso, que nadie se convierte en profesional sin caer unas cuantas veces antes. Pero también le deja claro que no todo error es un abismo, y que su valor no se mide por una única falla.
Cristina, aún vulnerable, le expresa un pensamiento que ha estado rumiando desde hace tiempo pero que hasta ahora no se había atrevido a decir en voz alta: “Siento que don Luis no me valora. Como si no viera nada en mí que merezca la pena.” Ahí está el núcleo de su angustia, el verdadero temor que la consume. Más allá del error, le duele sentirse invisible para su jefe, como si su presencia fuera un estorbo, una imposición más que una elección.
Irene, lejos de alimentar ese pensamiento, lo desmonta con delicadeza. Le explica que don Luis no es un hombre fácil, ni mucho menos expresivo. Está acostumbrado a trabajar solo, en silencio, con sus métodos, con su perfeccionismo inquebrantable. Aceptar la presencia de alguien nuevo, alguien joven e impetuoso como Cristina, requiere tiempo. “Él necesita acostumbrarse. No es que no te valore. Es que aún no sabe cómo hacerlo.”
Cristina escucha, pero no deja de tensar los hombros. Su impulso natural es impacientarse, forzar situaciones, demostrar a toda costa que merece estar ahí. Irene lo nota, y con una sonrisa sincera le sugiere algo inusual para ella: que tenga paciencia. “Sé que no es tu fuerte, pero intenta no apurarte. Todo llega cuando tiene que llegar.”
Y entonces, en un giro casi íntimo, Irene rompe el hielo de la seriedad y le ofrece una pequeña tregua emocional: le da permiso para tutearla. Ese gesto, pequeño pero simbólico, parece aliviar la carga en el pecho de Cristina, quien se permite sonreír por primera vez en toda la conversación. Incluso se atreve a bromear: “Mi madre siempre decía que la paciencia se me olvidó en el útero”.
La escena va terminando con una confesión que refuerza la esperanza. Irene le habla del padre de don Luis, un perfumista excepcional que supo ver el talento de su hijo incluso cuando nadie más lo hacía. “Tenía un duende… un encanto especial para esto”, dice. “Y don Luis lo heredó. Por eso puede ver ese talento en otros también. Solo tienes que darle tiempo.”
Esa frase actúa como una promesa velada: si don Luis heredó la capacidad de crear belleza en los aromas, también sabrá, eventualmente, reconocerla en las personas. En Cristina. En esa joven brillante que hoy se tambalea, pero que mañana puede convertirse en una pieza clave del laboratorio.
Cuando la conversación concluye, hay algo distinto en Cristina. El miedo no ha desaparecido del todo, pero la esperanza ha plantado su primera semilla. Irene, sin grandes gestos, le ha ofrecido una perspectiva diferente: no se trata de perfección, sino de perseverancia; no de demostrar, sino de estar presente cuando llegue el momento.
Y así, en ese rincón tranquilo del hospital, dos mujeres que parecían distantes logran conectar desde la fragilidad. Una se redescubre como mentora; la otra, como aprendiz con permiso para fallar.
Sueños de libertad (Capítulo 330): “Ya lo sé, pero siento que Don Luis no me valora” no solo nos muestra el miedo al fracaso, sino también el valor de ser escuchado cuando todo parece desmoronarse. En tiempos de presión y exigencias, esta escena es un susurro de aliento: a veces, basta una conversación sincera para volver a creer en uno mismo.