La boda fue reciente, pero el matrimonio está lejos de parecer un cuento de hadas. Lo que prometía ser un nuevo comienzo para Ferit y Seyran se ha transformado rápidamente en un campo de batalla emocional, donde los viejos fantasmas del pasado regresan con más fuerza que nunca. Y todo comenzó con una bofetada… una de esas que no solo arden en la piel, sino que dejan cicatrices en el alma.

Ferit, herido en su orgullo tras un violento enfrentamiento con su abuelo Halis, ha decidido cortar con todo y dar un golpe sobre la mesa. Su elección es radical y arriesgada: abandonar la mansión y mudarse con Seyran a casa de Kazim, el padre de ella. El ambiente en ese hogar, lejos de ser cálido o acogedor, es una olla a presión que amenaza con estallar en cualquier momento.

Desde su llegada, la tensión se ha vuelto el nuevo huésped permanente. Ferit ha empezado a actuar de una manera que Seyran no reconoce… o peor aún, que teme reconocer. Delante de todos, le lanza órdenes disfrazadas de peticiones, como si ella fuera una sirvienta y no su esposa. “Tráeme una manzana”, “Tráeme limón y sal”… Pequeñas cosas, sí, pero cargadas de simbolismo, de ese que solo entiende quien ha crecido en una casa donde la sumisión era ley y el silencio, costumbre.

En la cocina, en un momento de respiro lejos de las miradas que juzgan, Seyran rompe el silencio con su hermana Suna. Lo hace con la voz quebrada y los ojos cargados de temor. Confiesa lo que lleva días callando, lo que le carcome el pecho: Ferit sabe cómo provocarla, cómo sacarla de quicio, pero eso no es lo que más le duele. Lo que verdaderamente la asusta es algo mucho más profundo: el miedo de que su esposo termine transformándose en el mismo hombre que la aterrorizó durante toda su infancia.

“¿Y si empezamos a vivir aquí… y acaba pareciéndose a papá?”, dice, con el alma desnuda. Y esa frase, corta pero demoledora, lo cambia todo. Porque Kazim, su padre, no es cualquier hombre. Es un ser autoritario, implacable, controlador hasta el extremo. Un hombre que siempre ha buscado anular a quienes lo rodean, especialmente a las mujeres. Seyran conoce de sobra ese patrón: órdenes, gritos, imposición de poder, la sensación constante de estar atrapada. Y no puede evitar ver destellos de esa sombra en los gestos de Ferit.

Suna intenta tranquilizarla, recordarle que Ferit no es su padre, que ella lo conoce de verdad, que su forma de amar, aunque torpe a veces, no nace del mismo veneno que ha marcado la figura de Kazim. Pero antes de que esas palabras surtan efecto, ocurre lo peor: Kazim entra en la cocina y escucha parte de la conversación.

Y como era de esperarse, la bomba explota.

Kazim, fiel a su estilo, reacciona de forma inmediata, agresiva y tajante. No permite cuestionamientos, no tolera opiniones. Se abalanza verbalmente sobre Seyran con la autoridad de siempre, la misma que tanto daño le ha hecho. Le exige respeto por su marido, le ordena que cumpla su papel de esposa sin rechistar y le recuerda, como si hiciera falta, quién manda bajo ese techo. Su voz retumba en cada rincón, dejando claro que en esa casa, el silencio de las mujeres es una norma, no una elección.

La escena es demoledora. Ferit no está presente, pero su ausencia se siente más pesada que su presencia. Porque mientras Seyran es humillada y reprimida, él no aparece para defenderla, para poner un alto, para romper con ese círculo vicioso que tanto daño le ha hecho a ella y que amenaza con atraparlo también a él.

¿Está Ferit cediendo a la influencia oscura de Kazim? ¿Está repitiendo, sin querer, las mismas dinámicas que juró no replicar? ¿O simplemente está tan perdido, tan herido por su pelea con el abuelo, que no ve el daño que causa?

Seyran, en lo profundo, comienza a hacerse esas preguntas. Y lo que en un principio fue una ilusión de nueva vida, ahora empieza a parecerse a una prisión disfrazada de hogar. El miedo que la consume no es sólo por ella. Es por lo que su relación podría llegar a ser. Por cómo los gestos de amor pueden transformarse en cadenas. Por cómo un “tráeme una manzana” puede significar mucho más que una fruta. Puede significar control. Puede significar sometimiento. Puede significar una repetición aterradora del pasado.

La conversación con Suna, aunque breve, funciona como un espejo que devuelve a Seyran una imagen que no quiere ver, pero que necesita enfrentar. Y Kazim, con su entrada intempestiva, se convierte en la confirmación viva de que el infierno que pensaba haber dejado atrás aún está ahí, esperándola en cada rincón de esa casa.

La gran incógnita es qué hará Seyran ahora. ¿Será capaz de enfrentar a su padre? ¿Hará que Ferit despierte antes de que sea demasiado tarde? ¿O terminará cayendo en el mismo ciclo de sometimiento que tanto ha temido?

Una cosa está clara: el amor no basta si viene acompañado de miedo. Y Seyran, por primera vez, comienza a entender que una nueva vida no puede construirse sobre las ruinas del pasado… si ese pasado sigue marcando el presente.

En el horizonte, la tensión no hace más que crecer. Porque la pregunta que Seyran no puede callar sigue latiendo como una herida abierta: ¿Y si Ferit termina pareciéndose a papá?