El bautizo prometía ser un día de celebración y unión familiar en el majestuoso Palacio de los Marqueses de Cabrera. Pero lo que se esperaba como una jornada entrañable se tornó en un drama desgarrador que lo cambió todo. La familia Luján fue testigo del colapso emocional y definitivo de Eugenia, cuya irrupción violenta en plena ceremonia no solo desató el pánico, sino que terminó tiñendo de sangre y locura una celebración marcada por la tragedia. El precio fue altísimo: Adriano cayó víctima de su nobleza, y Eugenia, arrastrada por sus demonios, terminó al borde del abismo… literalmente.

Todo comenzó con gritos. Gritos que desgarraron el aire cuando Eugenia irrumpió en el salón, descompuesta, fuera de sí, gritando que tenía derecho a estar allí, que era de la familia. Nadie la esperaba, nadie la deseaba allí, y sin embargo, estaba. Lo que sucedió a continuación fue tan rápido como escalofriante. Con una pistola en la mano y el juicio completamente nublado, Eugenia no escuchaba razones. A su alrededor, los asistentes al bautizo intentaban calmarla, hablar con ella, convencerla de que bajara el arma. Pero todo fue en vano.

La tensión llegó a un punto insostenible. Fue entonces cuando Adriano, con el corazón lleno de valor y humanidad, se interpuso entre Eugenia y sus posibles víctimas. Su intención no era otra que mediar, proteger, evitar una desgracia. Pero el destino —o quizás la maldición que parece cernirse sobre todos los que pisan el suelo del palacio— fue implacable. En un segundo de caos, Eugenia disparó… y Adriano cayó.

Catalina, completamente destrozada, se lanzó hacia él. Emilia, la enfermera, intentó controlar la hemorragia, pero sus palabras solo aumentaron la angustia: el disparo había impactado en una zona delicada. Un órgano vital podía haber sido alcanzado. La desesperación se apoderó del ambiente. Catalina gritaba, lloraba, culpaba a su hermana por no haber vigilado adecuadamente a Eugenia. Curro apareció entre la multitud buscando a su madre, solo para descubrir el horror: su madre había disparado a un inocente.

Y mientras todos se ocupaban de Adriano, Eugenia desapareció.

Nadie entendía cómo, pero en cuestión de minutos, Eugenia había logrado escabullirse. Lo más alarmante: llevaba al pequeño Andrés en brazos. ¿Cómo fue posible que una mujer desquiciada lograra salir de allí con un niño y, además, subir hasta el torreón del palacio? ¿Quién dejó todas las puertas abiertas? ¿Cómo conocía ella el camino? Las preguntas se multiplicaban, pero el terror crecía aún más rápido.

Arriba, en la cima del torreón, Eugenia sostenía a Andrés con los ojos llenos de lágrimas, pero también de una peligrosa determinación. Abajo, los gritos y la conmoción se transformaban en un silencio contenido. Todos miraban hacia lo alto con el corazón en un puño. Lo que veían parecía sacado de una pesadilla. Eugenia estaba al borde, y con ella, el bebé.

Era el clímax de un descenso a la locura que había comenzado hacía meses. Los síntomas habían estado allí: su paranoia, su resentimiento hacia los Luján, su ira acumulada. Pero nadie imaginó que el final sería este: una madre rota, armada, escapando de la realidad y arrastrando a un inocente con ella hasta el abismo.

Los recursos dramáticos de esta historia no han escatimado en intensidad. Y aunque parezca inverosímil que Eugenia haya llegado hasta el torreón con tanta facilidad, la escena es impactante. La imagen de una madre al borde del suicidio con su hijo en brazos no solo es el reflejo de su devastación interna, sino también un grito desesperado de una mujer que lo ha perdido todo: la cordura, la familia, la dignidad… y quizás pronto, la libertad.

Porque ahora todo indica que Eugenia está ante su final. La pregunta que todos nos hacemos es: ¿irá a prisión o acabará internada de por vida en un sanatorio? La opción más probable parece la segunda. Su comportamiento, sus actos, el delirio con el que ha actuado en los últimos capítulos… todo apunta a un deterioro mental profundo y sin retorno.

Mientras tanto, la suerte de Adriano sigue en el aire. Su estado es grave, y aunque muchos queremos creer que sobrevivirá, lo cierto es que su vida pende de un hilo. Y es aquí donde el espectador se enfrenta a una realidad dura: en el universo de La Promesa, nadie está a salvo. Los que se acercan demasiado a la familia Luján, especialmente si no ostentan un título nobiliario, parecen destinados a caer. Y Adriano, por noble que fuera de espíritu, era simplemente un buen hombre. Y los buenos hombres, en este drama, no suelen tener un final feliz.

Lorenzo, por su parte, volvió a demostrar lo que todos ya sabíamos: es un cobarde. En cuanto vio a Eugenia con la pistola, fue el primero en desaparecer, escondiéndose como una rata. Su supuesta valentía militar quedó reducida a cenizas. Irónicamente, es quien más ha deshonrado el uniforme que lleva. Mientras otros trataban de salvar vidas, él solo pensaba en salvar la suya.

Y así, entre disparos, huidas, reproches y un intento de suicidio que hiela la sangre, La Promesa nos ha regalado uno de sus episodios más oscuros y conmovedores. La caída de Eugenia no es solo física, es simbólica. Es el derrumbe de una mujer atrapada entre el odio y la desesperanza. Y en el fondo, también es el retrato de una familia rota por dentro, condenada a repetir su tragedia una y otra vez.

¿Sobrevivirá Adriano? ¿Logrará Eugenia salvar al niño y salvarse a sí misma? ¿O este será el último acto de una tragedia que lleva meses gestándose?

Lo único seguro es que, después de este capítulo, nada será igual en el Palacio de los Marqueses de Cabrera.