La noche cae con un inquietante silencio sobre los pasillos de La Promesa, y mientras las sombras se alargan, una traición está a punto de quedar al descubierto. En el próximo capítulo, Eugenia, lejos de estar vencida por la confusión y la manipulación que sus enemigos han tejido en torno a ella, prepara su venganza más certera. Y el blanco principal será quien se hacía pasar por su protector: su propio marido, el capitán Lorenzo de la Mata.
Todo comienza como en noches anteriores: Eugenia, aparentemente sumida en un sueño profundo, yace en su lecho. Su piel, aún pálida, parece reflejar un estado de sopor irremediable. Lorenzo, a su lado, repite el ritual aprendido de memoria. Le masajea las sienes con delicadeza, con un aceite que oculta algo mucho más siniestro. Cree que ella está sumida en la inconsciencia, que no siente, que no recuerda. Pero Eugenia, en silencio, vigila.
Mientras sus dedos se deslizan por los hombros de la mujer, Lorenzo no puede evitar sudar. Su respiración se entrecorta y sus pensamientos se agolpan. Cuando termina, se retira con pasos suaves, dejando atrás la habitación sin saber que ha sido testigo de su última mentira impune. Corre por los pasillos como un ladrón de madrugada hasta encontrarse con Leocadia, que lo espera con aire triunfal, vestida con un camisón vaporoso y cepillándose el cabello con una teatralidad calculada.
“Cumplí con tu orden,” le dice Lorenzo con la voz tensa. “Le apliqué el aceite. No abrió los ojos ni una vez.”
Leocadia sonríe con esa expresión que hiela la sangre más que la noche. “Mucho mejor de lo que esperaba de ti,” responde. El capitán intenta protestar, mostrar dudas, humanidad. Pero Leocadia le corta el aliento con una frase que lo congela: “Eugenia ya no es tu mujer. Es un estorbo. Y en el bautizo de los bebés de Catalina, será su final.”
La mujer saca de un cajón un pequeño bote de porcelana, adornado con una tapa dorada. Dentro hay una crema que no solo desestabiliza la mente, sino que destruye lo que queda de voluntad. Leocadia le ordena aplicarla en el rostro de Eugenia esa misma noche. “La volverá inestable, impredecible. Y cuando se acerque a los niños durante el bautizo, todos verán con sus propios ojos que ha perdido la razón.”
Lorenzo, aunque lleno de miedo y contradicción, toma el frasco y se marcha. Cada paso hacia la habitación de Eugenia se vuelve más pesado. El frasco arde contra su pecho como una marca de traición. No sabe que esta será la última vez que camine ese corredor como verdugo… porque su víctima ya no es tal.
Del otro lado del palacio, Eugenia se revuelve bajo las sábanas. Sabe lo que viene. Lo ha sentido. Ha fingido dormir demasiadas veces como para no saber distinguir un roce inocente de uno cargado de intención. Sus sentidos, que Lorenzo cree apagados, están más despiertos que nunca.
Cuando él entra a la habitación, todo parece como siempre. Eugenia está recostada, quieta, cubierta hasta los hombros. Pero algo en la escena lo incomoda: su postura ha cambiado, su respiración no suena del todo dormida. Aun así, el capitán continúa. Abre el frasco con manos temblorosas, toma un poco de la crema con los dedos y murmura un perdón hueco: “Lo siento, Eugenia. No tengo otra opción.”
Y entonces, el giro. En el instante en que está por rozar su rostro con la crema, Eugenia abre los ojos con una firmeza deslumbrante. Lo mira fijamente, más lúcida que nunca. Antes de que él pueda reaccionar, le agarra la muñeca con una fuerza inesperada. “No vas a hacerme daño otra vez,” susurra con voz débil pero decidida.
El frasco cae de su mano, rodando sobre la colcha y dejando una mancha blanca sobre el bordado. Lorenzo se queda sin palabras, pálido, paralizado. “Tú me saboteaste, Lorenzo. Tú y Leocadia querían apagarme, hacerme desaparecer.”
Intentará soltarse, pero Eugenia aprieta aún más su muñeca. Ya no hay piedad en su mirada. Ya no hay confusión. Solo determinación y verdad. Ha comprendido todo: el aceite, los susurros, las palabras que la enredaban como una red invisible noche tras noche. Todo ha sido parte de un plan para destruirla poco a poco, hasta el colapso.
Y mientras la confrontación estalla en la habitación, alguien más se prepara para dar el golpe final. Leocadia, segura de que el plan se ha ejecutado sin fallos, se dirige al otro extremo del palacio. Pero lo que no sabe es que Eugenia ha dejado de ser la pieza débil del tablero. Ahora, con Lorenzo desenmascarado y la verdad lista para salir a la luz, todo puede cambiar.
La gran incógnita es: ¿irá Eugenia directamente a confrontar a Leocadia? ¿Revelará sus planes ante todos durante el bautizo? ¿O usará su astucia para preparar una jugada aún más devastadora?
Lo cierto es que La Promesa se prepara para uno de sus capítulos más impactantes. Eugenia, la mujer que creían derrotada, ha despertado. Y no lo ha hecho sola ni confundida. Ha vuelto con la claridad de una víctima que se convierte en estratega, dispuesta a hundir a quienes quisieron enterrarla.
El duelo final entre Eugenia y sus enemigos está a punto de comenzar.
Y esta vez, ella tiene el control.