En la oscuridad venenosa que se ha instalado en La Promesa, el alma de doña Eugenia está siendo lentamente devorada. Pero no por la locura, no del todo. Hay una mente detrás del caos, una araña silenciosa que teje su red con paciencia letal: Leocadia. La criada, con su tono siempre suave y su actitud sumisa, ha perfeccionado el arte de la manipulación hasta convertirlo en una herramienta mortal. Cada palabra suya es una gota de veneno, cada gesto una aguja que se clava en la mente ya fragmentada de Eugenia.
La habitación de Eugenia, antaño símbolo de su autoridad y orgullo, se ha convertido en una celda sombría, donde la luz tenue proyecta sombras más largas que los recuerdos. Allí, Eugenia, frágil y encorvada, parece un reflejo borroso de la mujer que fue. Sentada en su cama, con las manos temblorosas como hojas secas, lucha por aferrarse a una realidad que se le escapa como agua entre los dedos.
Lorenzo, cómplice silencioso, le suministra el láudano con exactitud matemática. No para aliviarla, sino para sumirla en un estado de vulnerabilidad total. La confusión, la paranoia, el miedo… todo se mezcla en su cabeza en una espiral descendente. Y es allí, en medio del delirio, donde Leocadia planta su semilla más peligrosa: la duda sobre Catalina.
Con un tono dulce como el de una madre preocupada, Leocadia se acerca, le acomoda la almohada con una ternura artificial, y le susurra al oído: “Catalina siempre lo ha deseado. A don Andrés. Desde niña. Esa mirada… no era inocente, señora. Nunca lo fue.” Cada frase se clava como un puñal en la memoria distorsionada de Eugenia. La insinúa celosa, posesiva, capaz de todo por quitarle a su sobrino. Incluso de traicionar a su propia sangre.
Eugenia se agita. Su corazón late al ritmo de las sombras que bailan en las paredes. Ya no puede distinguir lo real de lo imaginario. Cada palabra de Leocadia se vuelve una verdad grabada a fuego en su confusión. Y lo más perverso: ahora también desconfía de Emilia, su fiel apoyo. Leocadia, con precisión quirúrgica, destruye todos los vínculos que podrían salvarla.
En ese momento, la tragedia se desencadena.
La puerta se abre. Catalina entra con Pía, ambas con el gesto sereno pero alerta. Vienen a visitar a su tía, preocupadas por su estado. Catalina, con voz suave, pregunta: “¿Cómo se encuentra esta mañana, tía?” Pero para Eugenia, esas palabras llegan distorsionadas, cargadas de sarcasmo, como una burla cruel. La dulzura de su sobrina se transforma en un eco malévolo.
Y entonces, estalla.
Con los ojos desorbitados y la voz rota por la rabia, Eugenia señala a Catalina con un dedo tembloroso. “¡Aléjate de mí! ¡Sé lo que estás haciendo! ¡Siempre has querido a Andrés! ¡Desde niña! ¡Y ahora vienes a quitármelo!” La habitación se llena de gritos y de un dolor tan profundo que parece tangible. Catalina, desconcertada, retrocede con el alma rota. Su tía, a quien tanto ama, acaba de acusarla de traición, de ser una ladrona de afectos.
Pía intenta intervenir, acercándose con palabras tranquilizadoras. “Catalina solo quiere ayudarla, señora…” Incluso miente con habilidad, sugiriendo que Emilia desea quedarse, que solo espera una señal de cariño para hacerlo. Es un intento desesperado por reanclar a Eugenia a la realidad, por mostrarle que no está sola, que aún hay quienes la aman sinceramente.
Pero Leocadia no está dispuesta a ceder terreno.
Se gira hacia Pía y la ataca con palabras envenenadas. “No confunda más a la señora. Lo que necesita es descanso, no sus teatrillos manipuladores.” El desprecio en su voz es evidente. Intenta expulsar también a Pía, al único muro que aún resiste sus embestidas. Pero Pía se mantiene firme, sabiendo que hay algo oscuro en esa mujer, una presencia casi demoníaca que ha logrado desmoronar la mente de Eugenia.
Y en ese caos absoluto, Eugenia grita una última súplica desgarradora: “¡Llamen a Andrés! ¡Solo él puede salvarme! ¡Solo él me entiende!” Su voz, un aullido desesperado, resuena en las paredes como un lamento que rompe el alma. Catalina contiene las lágrimas. Pía la toma del brazo y la conduce fuera de la habitación, como si la estuviera retirando de una escena de guerra emocional.
Catalina ha sido humillada, expulsada del corazón de su tía con acusaciones que no comprende. Pero el daño ya está hecho. Leocadia ha ganado una batalla crucial. Ha logrado aislar a Eugenia de todos los que la aman, convirtiéndola en una prisionera de sus delirios, atrapada en una pesadilla tejida con mentiras.
Y mientras la puerta se cierra, dejando a Eugenia sola con sus demonios y a Leocadia con su triunfo silencioso, una pregunta queda flotando en el aire: ¿hasta dónde llegará esta mujer para destruir a Catalina? ¿Y cuánto más podrá resistir Catalina antes de romperse por completo?
La Promesa arde en una tensión insoportable. La guerra psicológica ha comenzado… y nadie saldrá ileso.