En La Promesa, cuando parece que el caos no puede extenderse más entre los muros del Palacio Luján, Lisandro se encarga de llevarlo a otro nivel. Su máscara de nobleza empieza a resquebrajarse, y con cada gesto, con cada palabra afilada, se revela el verdadero objetivo del falso duque: destruir desde dentro, sembrar la discordia y apagar cualquier vestigio de paz.

Todo comienza con una serie de provocaciones dirigidas al más vulnerable: Manuel. Dolido aún por la trágica pérdida de Hanna, Manuel intenta mantenerse firme, pero Lisandro lo acecha como un depredador paciente. Lo encuentra en los pasillos, en los jardines, en los almuerzos familiares, siempre con ese tono burlón y venenoso que solo él domina. Le lanza frases que lo hieren como cuchillas: “Un hombre joven… y ya tan débil”, o peores aún, insinuando que quizás no sea el duelo lo que lo consume, sino una amante secreta que nadie conoce.

La tensión se acumula como pólvora esperando una chispa, y esa chispa llega durante una elegante velada en el salón principal del palacio. La escena está llena de sofisticación: vino, luces tenues, invitados ilustres. Pero la presencia de Lisandro lo contamina todo. Alza la voz, sin vergüenza ni compasión, lanzando una puñalada pública: “Manuel… el hombre que perdió a su mujer y ahora pierde también la razón.” El golpe emocional es devastador. Manuel, humillado y colmado de ira, se lanza sobre él con furia desbordada, propinándole un puñetazo que lo derriba ante todos. La escena se convierte en un escándalo. Curro y Alonso apenas logran detenerlo, y aún en el suelo, con sangre en los labios, Lisandro sonríe… como si todo estuviera saliendo según su macabro plan.

Pero la jugada de Lisandro, por perversa que sea, tiene una grieta que no tarda en hacerse evidente. Curro, testigo de la descomposición emocional de su amigo y del gozo sádico del supuesto duque, empieza a sospechar que hay algo más oscuro detrás de todo esto. ¿Por qué alguien haría tanto esfuerzo por destruir a Manuel? ¿Qué lo motiva? Curro, decidido, lo sigue de cerca. Lo vigila en silencio, fingiendo casualidad, espiándolo en los pasillos, en sus conversaciones con Leocadia, en sus caminatas por los jardines. Pero el duque es escurridizo. Demasiado astuto. Nunca deja pruebas. Solo sus palabras cargadas de veneno, que por sí solas no bastan.

Manuel, mientras tanto, se consume en su dolor. Siente que Lisandro ha logrado lo que quería: desestabilizarlo, convertirlo en un reflejo de lo que Lisandro afirma que es: débil, perdido. Aun así, no se rinde del todo. Curro se mantiene a su lado, y entre los dos, empiezan a reconstruir las piezas del rompecabezas. Saben que algo no cuadra. Saben que detrás de esa sonrisa cínica se oculta una mentira enorme. Y no están equivocados.

La revelación llega como un trueno que parte el cielo: Jana regresa. Nadie la esperaba, nadie sabía siquiera si estaba viva. Pero allí está, en el umbral del palacio, con la mirada firme y el corazón ardiendo por justicia. Su regreso es más que simbólico. Vuelve con una verdad que cambiará todo: Lisandro no es un duque. Nunca lo fue. Su título es falso, su historia una farsa cuidadosamente construida. Jana tiene las pruebas, los documentos, los nombres. Y lo dirá delante de todos.

La escena de la gran revelación será tan brutal como necesaria. Los criados, los nobles, los residentes del palacio… todos serán testigos del derrumbe de un impostor. Jana, implacable, lo enfrentará con voz temblorosa de rabia: “¡No eres ningún duque! ¡Nunca lo fuiste! ¡Eres una mentira andante, y viniste aquí solo a destruir!”

Lisandro, por primera vez, palidecerá. Su postura altiva se quebrará por segundos. Intentará contraatacar con palabras, pero el peso de la verdad ya es irrefutable. Curro, con pruebas en mano, reforzará las palabras de Jana. Manuel, que aún guarda la furia contenida, no dirá nada. No lo necesita. El silencio lo dice todo.

El palacio estalla en murmullos. Leocadia, sorprendida pero aún incrédula, buscará desesperadamente una explicación. Alonso exigirá una reunión de urgencia. Los criados no sabrán cómo reaccionar. Y Lisandro… sabrá que ha perdido. No solo el control, sino también la fachada que tanto le costó mantener.

Jana no habrá vuelto solo para vengarse, sino para limpiar el nombre de los que Lisandro ha manchado, para reconstruir los pedazos que dejó tras de sí. Pero el daño ya está hecho. El veneno de Lisandro aún circula en las venas del palacio. Las heridas que ha causado no sanarán fácilmente.

Y sin embargo, su caída será el principio de una nueva etapa en La Promesa. Porque lo que sigue no será solo el ajuste de cuentas con Lisandro, sino también la lucha por curar lo que se rompió, por recobrar la confianza, el honor, el amor.

Curro, ahora más decidido que nunca, tomará un nuevo rol: protector y buscador de verdad. Manuel, aunque herido, encontrará en Jana la fuerza para levantarse. Y Jana… Jana se convertirá en la heroína inesperada, la voz de los que callaron, la llama que ilumina la oscuridad sembrada por el falso duque.

Lisandro caerá. Y esta vez, no podrá sonreír.

¿Quieres que continúe con la siguiente parte de esta trama, ahora con el impacto de la revelación en Leocadia, Alonso y Vera?