La Promesa despertó con un sol engañoso, de esos que iluminan con falsa esperanza mientras la sombra se cierne en cada rincón. El silencio que reinaba en los pasillos no era paz, sino presagio. Algo se gestaba entre las paredes nobles del palacio, algo demasiado grande para contenerse. Los susurros de los criados, las miradas esquivas, los pasos contenidos… Todo anunciaba que lo inevitable se avecinaba. Y cuando llegó, lo hizo como un trueno seco: breve, brutal, demoledor.

En el corazón de ese día, tras las puertas cerradas del despacho del marqués Alonso, se alzó el huracán. No era un duelo más de poder ni una confrontación política. Era la caída de un mundo. Manuel entró con la firmeza de quien ya ha conocido el abismo y ha regresado dispuesto a destruir las mentiras. El joven heredero, antaño inseguro y maleable, ahora caminaba con la certeza del que ha perdido toda inocencia.

A su lado, el sargento Burdina. Imponente, silencioso, con la mirada afilada de quien ha visto demasiada muerte para temer a los vivos. Un hombre de guerra, curtido en las sombras de Europa, que ahora traía consigo una verdad aún más devastadora que cualquier conflicto bélico. La Promesa estaba infectada. Corrompida. Y Alonso, en su ceguera, había sido el anfitrión perfecto para esa corrupción.

“Padre”, dijo Manuel, y el temblor contenido en esa palabra ya anunciaba lo que venía. “El caso de Toño no es lo que creíamos. Fue una trampa. Una farsa.”
Burdina desplegó los documentos sobre la mesa. Fotografías, informes, expedientes clasificados, pruebas recogidas con una obsesión casi religiosa. Un mapa del horror cuidadosamente elaborado por manos expertas, criminales sofisticados que sabían limpiar rastros, manipular testigos, comprar conciencias.

Uno de los informes había sido encontrado oculto dentro de una antigua Biblia. Otro, bajo una baldosa suelta en el archivo de Burgos. Cada documento era un ladrillo arrancado del muro de engaños que sostenía la estructura del marquesado. La escena del crimen que implicaba a Toño había sido borrada con precisión quirúrgica, sin errores, sin huellas. Un trabajo profesional.

Y eso no era todo. Una testigo clave desaparecida, trasladada misteriosamente a otra ciudad, con un puesto de secretaria pagado como si fuera directora en una fundación fantasmal. El primer oficial que investigó el caso recibió una suma escandalosa desde una sociedad pantalla con sede en Panamá. Y al seguir ese rastro, Burdina dio con el nombre que nadie en La Promesa quería escuchar: Emeru Holdings, una empresa con vínculos ocultos a la familia Carvajal y Cifuentes.

Todo apuntaba allí. Todo.

Alonso, sentado, escuchaba en silencio. Su rostro, cada vez más pálido, se endurecía con cada palabra. Las piezas comenzaban a encajar. Leocadia, tan cercana, tan servicial, ahora revelaba otro rostro: el de la traición cuidadosamente enmascarada. Sus consejos, sus sonrisas, su aparente lealtad… Todo había sido un juego de manipulación, una estrategia de largo aliento. Ella era la soga en su cuello, apretando lentamente mientras le hacía creer que lo salvaba.

Rumores antiguos revivían. Leocadia, relacionada con la embajada francesa, propietaria anónima de acciones en navieras del norte… Todo cobraba sentido. Y en medio de ese vértigo de revelaciones, Burdina soltó la frase que terminó de congelar la sangre de todos los presentes:

“Toño fue solo el primero. Si no detenemos a quienes están detrás, la próxima cabeza en caer estará mucho más cerca de la suya.”

Las palabras cayeron como una sentencia. En los informes del sargento había más nombres, muchos más. Criados, contables, incluso el médico de la familia: todos infiltrados, sobornados o silenciados. Una red secreta extendida como un cáncer por toda la finca. Y en el centro de esa red, una figura oscura, imponente: el duque Carvajal y Cifuentes. Nadie pronunciaba su nombre sin estremecerse.

Ese hombre, una mente criminal disfrazada de nobleza, tenía cuentas pendientes con La Promesa. Se decía que estuvo detrás de los disturbios de 1898 en Granada, que movía dinero sucio por bancos suizos, que organizaba reuniones clandestinas con figuras de Londres, París, Viena… Y ahora había regresado, decidido a terminar lo que había empezado.

Pero ¿por qué tanto odio? ¿Por qué esta vendetta meticulosa?

La respuesta la trajo Manuel, con voz quebrada, pero firme. Toño, el hombre injustamente acusado, había sido durante años uno de los hombres de confianza del duque. Hasta que se apartó, hasta que decidió ayudar a Alonso. Una traición imperdonable. Y en la lógica retorcida de Carvajal, cada traición se paga. Toño fue el primer castigo. La advertencia.

Para cerrar el círculo de revelaciones, Manuel y Burdina presentaron la prueba final: una lista secreta encontrada en una finca abandonada, con nombres codificados, lugares, claves. Una verdadera red clandestina, en la que se mencionaban a sirvientes, proveedores, jardineros, todos vinculados de una forma u otra con los intereses del duque. La Promesa estaba sitiada. Y nadie podía confiar en nadie.

Manuel, con voz grave, cerró la carpeta y miró a su padre a los ojos.
“Tenemos que elegir. O luchamos… o solo nos quedarán los escombros.”

Alonso se puso de pie con dificultad. Sus manos temblaban, pero en su mirada había una nueva chispa. No era esperanza, era furia. Por primera vez entendía la magnitud de la trampa en la que había caído. Por primera vez, veía con claridad a sus enemigos. Y por primera vez, supo que debía contraatacar.

La Promesa ya no era su refugio. Era el campo de batalla.
Y la guerra acababa de comenzar.