La noche cae como un presagio sobre La Promesa, pero nadie imagina que la calma va a romperse con un estallido de verdades, traiciones… y sangre. Todo comienza con una presencia inesperada: Eugenia, la hermana del marqués, entra en la sala con paso incierto, pero su mirada ya no está perdida en las sombras. Hay fuego en sus ojos. Lucidez. Determinación.
Con voz firme y penetrante, anuncia la verdad que muchos no quieren escuchar: “Recuerdo a Fausto. Me tuvo prisionera”, dice, y el silencio se vuelve piedra. Cuenta cómo fue llevada a una vieja cabaña junto al río, donde Lisandro, bajo otra identidad, le mostró un retrato de su abuelo —Fausto Bermúdez, el primer impostor de una línea de engaños—. Le exigió ayuda para encontrar una misteriosa caja con documentos comprometedores escondida bajo un rosal negro. Eugenia se negó… y fue amenazada.
Todos están petrificados. El padre Samuel, con el rostro grave, da un paso al frente. Lo que va a decir sellará un destino: Lisandro es un estafador buscado por fraude, suplantación de identidad y falsificación de documentos eclesiásticos y civiles. Una carta oficial del obispado lo confirma, sellada con el emblema episcopal. El engaño ha llegado a su fin.
Las miradas se posan sobre Lisandro, que ya no es el encantador desconocido. Es un criminal acorralado. Su rostro se transforma. Ya no hay máscaras, solo pánico. Y entonces, cuando nadie lo espera, hace lo impensable: saca una pequeña pistola de su chaleco y toma a Catalina como rehén.
La sala estalla en gritos. Catalina está paralizada. El frío cañón del arma toca su sien. “¡Ni un paso más!”, grita Lisandro, con voz crispada. “Ella es mi salvoconducto, mi libertad.” Alonso siente el mundo romperse: su hija está en manos de un lunático desesperado.
El marqués da un paso al frente, pero Lisandro no cede. Amenaza con matar a Catalina si alguien se acerca. La tensión es insostenible. Nadie respira. Manuel y Toño intentan buscar una rendija, una oportunidad. Todo pende de un hilo.
Lisandro retrocede hacia el ventanal, sabiendo que su única salida está tras ese cristal. La locura brilla en sus ojos. Y entonces, el destino da un giro: Curro, que parecía inmóvil, lanza un ataque inesperado. Se abalanza sobre las piernas del criminal con una fuerza animal. El disparo retumba como un trueno. Catalina cae al suelo, ilesa pero en shock.
En medio de la confusión, Alonso se lanza a proteger a su hija y recibe la bala. El impacto lo derriba como un roble bajo una tormenta. Una mancha de sangre se extiende por su costado. Catalina grita, llorando, mientras trata de detener la hemorragia con sus manos.
Lisandro, en su desesperación, golpea a Curro, rompe el ventanal y escapa entre los jardines. Toño, lleno de rabia, lo persigue sin dudar. López también. La caza ha comenzado. El despacho queda convertido en un campo de batalla: cristales rotos, gritos, sangre.
Manuel intenta contener la herida de su padre, mientras Eugenia se desmaya del impacto. El padre Samuel se arrodilla junto a ella, rezando entre lágrimas. Rómulo toma el control: ordenan buscar al doctor Gallardo, cerrar la finca, traer vendas y coñac. Nadie debe salir.
Emilia, entre el caos, organiza a los sirvientes. La finca entera vibra de miedo. El duque de los Infantes, frío como siempre, ahora tiembla: “Ese demonio no escapará. Lo seguiremos hasta el infierno si es necesario.”
Mientras tanto, Lisandro corre por los senderos oscuros, como una sombra maldita. Pero ya no hay refugio posible. Ha desatado una tragedia que clama justicia. Y aunque el daño ya está hecho, la venganza apenas comienza.
No te pierdas el siguiente capítulo de este desgarrador ajuste de cuentas. La Promesa ya no volverá a ser la misma… y nadie saldrá ileso.